sábado, 30 de diciembre de 2006

La falacia de Mankiw y la política fiscal

Aunque ingenioso, el símil del salario mínimo con un impuesto a los empleadores y un subsidio a los trabajadores no calificados es falaz. Si el salario mínimo encarece artificialmente la mano de obra para el empleador, simplemente se genera desempleo. No hay impuesto, no hay subsidio. Hay un mercado laboral ajustándose al encarecimiento de uno de los factores de la producción: la mano de obra no calificada.

Un excelente amigo y brillante economista, que sabe un rato de estas cosas, me escribió, sobre el símil (comentado aquí, ver "post" inmediato anterior) que hace Greg Mankiw del salario mínimo “como si” fuese un impuesto para los empleadores de mano de obra no calificada y “como si” fuese un subsidio a esos mismos trabajadores, lo siguiente:
“Creo que es un argumento falaz. Si elevas el salario mínimo y estabas en equilibrio, al empleador le estás sencillamente encareciendo la mano de obra. No le estás cobrando un impuesto que sirve para financiar el mayor pago al trabajador. El mayor salario mínimo sale de su bolsa, el trabajador le cuesta más que antes y empleará a menos trabajadores. Si le cobraras un impuesto al empleador le encareces igual el salario, el costo de la mano de obra se va por encima de la productividad marginal de algunos trabajadores que tenía empleados y va a emplear menos trabajadores. El que le devuelvas el impuesto como subsidio a los trabajadores aumenta su ingreso pero no le disminuye el costo al empleador. Para que le disminuyera el costo al patrón y dejar la situación inalterada le tendrías que devolver el impuesto al empleador. Lo único que me parece válido en el símil de Mankiw es afirmar que un subsidio a los trabajadores, financiado con un impuesto a la nómina, relacionado con sus horas de trabajo por ejemplo, aumenta la cantidad ofrecida de mano de obra y aumenta todavía más el desempleo, por encima del desempleo que el sólo salario mínimo causa en ausencia del subsidio a los trabajadores”.
De acuerdo: Es una falacia; ingeniosa, pero falacia al fin. El punto más importante en esta pertinente refutación al símil de Mankiw sería, para mi gusto, el siguiente: Nunca le otorgues a una política tributaria otro objetivo que no sea el de recaudar los recursos necesarios para que el Estado cumpla sus funciones básicas. El objetivo de la política tributaria NO es redistribuir el ingreso o corregir a los mercados.
Nótese, por cierto, que el entusiasmo de Mankiw por los impuestos “pigouvianos” – a las externalidades negativas- nos muestra claramente de qué pie cojea este brillante profesor de Harvard.
Y nótese, desde luego, que sigue siendo cierto que cuando los salarios mínimos oficiales, para la mano de obra no calificada, sobrepasan el salario que se daría en condiciones de libre mercado y competencia, sin intervención gubernamental, se genera desempleo, como sucede –con especial dramatismo- en algunos países de la Unión Europea, como Francia.

Por qué el salario mínimo aumenta el desempleo

En lugar de mejorar los ingresos de los trabajadores no calificados, el salario mínimo funciona como un factor que distorsiona el mercado laboral, perjudicando sobre todo ¡a los trabajadores no calificados!

Me voy a fusilar descaradamente un genial comentario de Greg Mankiw acerca del concepto del salario mínimo e invito a los lectores a compartir este acertijo, sacar sus conclusiones y discutirlo.
Supongamos que se propone una política laboral para beneficiar los ingresos de los trabajadores no calificados que se resume, básicamente, en:
1. Un subsidio a los trabajadores no calificados que se paga con…
2. Un impuesto aplicado a quienes contratan trabajadores no calificados.
Eso y no otra cosa es el salario mínimo. El subsidio (1) que parece encomiable se anula con el impuesto (2) que desalienta a los empleadores a contratar a esos trabajadores y, por ende, impide que algunos – tal vez muchos, dependiendo del monto del impuesto o subsidio- trabajadores no calificados obtengan no sólo ese beneficio sino cualquier tipo de empleo.
Mankiw lo ilustra en términos de las curvas de la oferta y de la demanda de empleo, de la siguiente forma: Sea “w” el salario de mercado para un trabajador no calificado y sea “W” el salario que es el objetivo de los hacedores de políticas públicas o “salario mínimo” establecido por ley. Dibújense las curvas de oferta y de demanda de trabajo para obtener el salario de equilibrio (“w”) en ausencia de una política gubernamental que pretenda establecer “W”. Ahora supóngase que el gobierno les dice a los oferentes de trabajo: “Cada vez que “w” sea menor que “W” se te pagará un subsidio igual a ‘W menos w’”. Y en forma similar les dice a quienes demandan trabajo, a los empleadores: “Cada vez que “w” sea menor que “W” se te cargará un impuesto equivalente a la diferencia entre “W” y “w”. Calcule la cantidad ofrecida y la cantidad demandada de trabajo como una función del salario de mercado “w”. Ahora, grafique las nuevas curvas de oferta y de demanda.
Resulta evidente porqué Mankiw argumenta que el salario mínimo es equivalente, a la vez, a un subsidio y a un impuesto que se anulan, pero que logran trastornar las curvas de oferta y demanda de trabajo. Aumenta la oferta de quien desea trabajar por el salario “W” pero se cae la demanda de trabajo por parte de los empleadores a causa de que ese salario equivale a un nuevo impuesto. ¿Resultado? Crece el desempleo.
Ejemplo: Francia tiene un salario mínimo equivalente a 60% del promedio de todos los salarios en el país, pero ha tenido a la vez durante más de una década una tasa de desempleo de dos dígitos. Miles de inmigrantes padecen en Francia el desempleo, pero no hay quien los contrate para una labor no calificada, como empacadores en un supermercado, porque no es viable pagarles el salario mínimo.

jueves, 28 de diciembre de 2006

Mucho menos debemos subsidiar lo dudoso

Si el arte es bueno, no necesita subsidios. Y si es malo, o cuando menos de dudosa calidad, subsidiarlo es criminal.


Dejamos ayer la discusión entre Bastiat y Lamartine en donde el primero deshace los alegatos del segundo, mostrando que si en efecto el arte – digamos, el teatro en París a mediados del siglo XIX- es provechoso y genera no sólo empleos, sino que engrandece a la nación que lo cultiva e ilustra a sus habitantes, no requiere subsidios del Estado porque por sí solo, sin estorbosas intervenciones de la burocracia gubernamental, florecerá y prosperará.

No cabe duda que Bastiat y Lamartine discutían no sólo de una manera civilizada, sino inteligente. El economista, con prudencia, no se metía a calificar la calidad del arte para el que Lamartine pedía cuantiosos fondos públicos; daba por sentado, con una gran generosidad, que tal arte era “bueno”. Por su parte, el intelectual no incurría en groseros chantajes amenazando con trastornar la vida cívica de Francia si no se cumplían sus deseos. Por desgracia, en eso hemos retrocedido.

El acertado razonamiento de Bastiat se funda en la constatación de una ley invariable, formulada por Santo Tomás de Aquino: “El bien es difusivo de suyo”. No necesitamos subsidiar lo que es bueno, porque lo bueno se defiende por sí mismo sometido al juicio del público en su día y, más importante, al juicio de la historia, que vendría a ser el mismo juicio popular decantado por la experiencia; experiencia que lo mismo arroja desengaños que hallazgos insospechados.

¿Qué sucede cuando se nos dice que el arte requiere del subsidio de fondos públicos porque en la práctica no logra florecer sin tales ayudas? Sucede, entonces, que el promotor de tales subsidios y los políticos que lo secundan incurren en una arrogancia inadmisible que ofende al público. Sucede, entonces, que erigiéndose en jueces supremos de la belleza y de la bondad, pretenden recetarle a la gente – a la fuerza – lo que ellos consideran digno de encomio, aunque la gente lo desprecie o lo vea con indiferencia soberana.

Esos tales se comportan del mismo modo que cualquier sátrapa que pretende obligar al pueblo a “ser bueno” a su pesar, imponiéndole, por la propaganda oficial o mediante la coacción, tales o cuales cosmovisiones y prejuicios. Lo hizo Hitler, lo hizo Stalin, lo hace el régimen castrista en Cuba, lo hizo Mussolini, lo hace cualquier dictadorzuelo callejero engreído con el delirio de que él, y sólo él, sabe lo que es bueno para todos los demás.

Si no hemos de subsidiar lo bueno, que se defiende solo. ¿Por qué demonios deberíamos subsidiar lo malo o lo que es incapaz de imponer, por su propia naturaleza, el imperio de su bondad?

No es lo mismo la obra de Víctor Hugo, el auténtico, que se defiende sola y sigue dando frutos, que las obritas mediocres de algunos Víctor Hugo menores y locales, carentes de talento para subyugar al espectador.

¿Se debe subsidiar lo bueno?

Otra vez lo que se ve y lo que no se ve. Se nos dice que se deben destinar recursos públicos a la producción del arte, ya que ello es bueno para el espíritu y genera además muchos empleos, para escritores, traductores, actores, cineastas, peluqueros, músicos, camarógrafos y otros técnicos. ¿Y lo que no se ve?, ¿lo que deja de hacerse por gastar ese dinero público?


La discusión es mucho más vieja de lo que se cree. Y desde antiguo ha sido resuelta, en el plano de las razones y los argumentos, en contra de los subsidios a "lo bueno".

Un prestigiado intelectual francés, a quien identificaremos – por ahora- como "L", argumentó a favor de los subsidios públicos a la producción de obras teatrales en su país diciendo que la cuestión económica del asunto se resume en una palabra: Empleos. "Se trata – decía- de empleos tan productivos como cualesquiera otros. Los teatros, como ustedes saben, aportan los salarios de no menos de ocho mil trabajadores de todo tipo: pintores, albañiles, decoradores, encargados del vestuario, arquitectos, que son la vida y la industria de muchos de los barrios de esta capital, y ellos claman por recibir el apoyo de vuestras simpatías".

Un economista contemporáneo, a quien llamaremos "B", le contestaba al intelectual: "¿Recibir mis simpatías o mis subsidios?".

Terminaba su perorata el intelectual diciendo, más o menos, que esos miles de trabajadores encargados de llevar diversión y cultura a cientos de miles de franceses, no sólo en Paris, sino en las provincias, necesitaban proveer las necesidades de sus familias y tener una vida digna. Es a ellos, remataba, "a quienes estaremos dando esos sesenta mil francos (del presupuesto público) que hoy se discuten".

Aplausos de la, asamblea, y gritos entusiastas: "¡Muy bien!".

Respondía el economista: "¡Muy mal!". Y explicaba: "Esos 60 mil francos es lo que se ve. Pero de dónde saldrá ese dinero, a quién se le quitará y en qué dejará de gastarse, es lo que no se ve". El punto central es que cualquier gasto público significa impedir que ese dinero sea gastado por las personas o las familias en lo que mejor les parezca. Significa un gasto privado que dejará de hacerse. ¿Quién será tan arrogante para dictaminar que es mejor gastar ese dinero en una obra de teatro que en unos zapatos o en una reparación de plomería en un hogar pobre o en una frazada para protegerse del frío?, ¿quién será tan arrogante para decir que el autor de una comedia teatral es superior al zapatero, al plomero, al hilandero o al fabricante de ropa?

El intelectual de la historia se llamaba Alphonse Marie Louise de Lamartine. El economista Frederic Bastiat. La discusión tuvo lugar en la asamblea francesa alrededor de 1848.

Si hacer obras de teatro es tan fértil y productivo como fabricar zapatos, reparar cañerías o confeccionar ropa – como, en efecto, debe serlo- muy bien puede florecer esa manifestación del arte y la cultura sin necesidad de subsidios.

lunes, 25 de diciembre de 2006

De nuestra pertinaz miopía

Parece un mal sin remedio. En 1848 Frederic Bastiat lo denunció magistralmente en su ensayo "Lo que se ve y lo que no se ve". La novedad es que casi 160 años más tarde seguimos sin prestar atención a lo más importante, que suele ser "lo que no se ve".




En amplios e influyentes segmentos de la población en Estados Unidos ha resurgido un fuerte sentimiento contra el ingreso de inmigrantes – legales o no- al mercado laboral. Con un simplismo similar al que priva en varios países de Europa – especialmente en Francia- se juzga que la llegada de trabajadores no especializados de otros países contribuye a disminuir los salarios y, por ende, a mermar el bienestar.

De nueva cuenta hay que remitir a los políticos y a los líderes de opinión que sostienen y promueven esa visión miope – contra la evidencia histórica y contra el simple razonamiento- al magistral ensayo de Bastiat, sobre lo que se ve y lo que no se ve. Los malos economistas, advertía el genial ensayista, sólo atienden a lo que se ve de inmediato y ello les lleva a sostener tonterías tan monumentales como la de que la sociedad recibiría grandes beneficios si tuviésemos un ejército de jóvenes vándalos rompiendo ventanas; después de todo, ¿razonan?, de algo tienen que vivir quienes reponen ventanas rotas.

En el caso de la migración de trabajadores – haciendo a un lado los chocantes reflejos xenófobos cubiertos de hipocresía políticamente correcta- no se "ve" que gracias a los menores salarios de esos inmigrantes no calificados laboralmente, los precios disminuyen y se liberan recursos que se destinan a incrementar la productividad o a mejorar el bienestar. El trabajador nativo, que ve al inmigrante como una terrible amenaza, no percibe que él está pagando menos por su vivienda gracias a que la productividad introducida por los inmigrantes ha disminuido los costos de construcción; tampoco "ve" que sin el aporte de la migración sería imposible sostener los bajos precios que él paga por comer una hamburguesa.

El pròximo libro de Philippe Legrain, Inmigrants, your country needs them, que aparecerá el 11 de enero, lo explica con agudeza. Para ver un comentario del Financial Times respecto del ese libro, ver aquí.

Generalmente lo que no se "ve" – porque a los grupos de interés que se benefician del proteccionismo o de las barreras a la migración justamente no les interesa que se "vea"- es la perspectiva del consumidor y la del contribuyente. La miopía focaliza todo en la mezquina balanza de costos-beneficios de un productor o de un sector de los productores. El mundo lo reducimos a los fabricantes de ventanas y a quienes reparan ventanas rotas. No existe el fabricante de zapatos que venderá menos zapatos porque gastamos lo que teníamos en reponer ventanas rotas ¡y no existimos, para tal miopía, nosotros mismos que destinamos recursos escasos no a generar valor, sino a subsanar una pérdida neta, que es la ventana rota!

Esta miopía, pertinaz y arrogante, que se resiste a abandonarnos, también está presente en algunos cálculos alegres – pero miopes- que se hacen sobre el gasto público. Veamos:

Gasto público y miopía



Todos los años es la misma historia: El político “típico” presume que habrá mayor gasto público, como si anunciara una buena nueva. Sin embargo, esa es una mala noticia para contribuyentes y consumidores; para todos.


El nombre, el partido político y hasta el año de que se trate es lo de menos: Se aprueba un nuevo presupuesto público, se anuncia que los legisladores lograron más recursos de los que había propuesto originalmente el Ejecutivo, se festeja esa victoria. ¿Victoria?, ¿para quién?

Es otro ejemplo de nuestra pertinaz miopía acerca de lo que se ve y de lo que no se ve; lo que no se ve, lo que no se festeja, es – hay que repetirlo- lo más importante.

Podríamos tomar multitud de partidas específicas del presupuesto para mostrar no sólo que mayor gasto no significa, necesariamente, mayor bienestar o la creación de un valor que antes no existía, sino que por lo general hay una pérdida neta – para la sociedad en su conjunto- derivada de la asignación de tales recursos.

Por una parte, existe el costo directo: El conjunto de los contribuyentes ve mermados sus recursos propios en un porcentaje (llamémoslo “T”) equivalente a la tasa neta final de impuestos, contribuciones y otras cargas fiscales que paga. Por “otras cargas fiscales” me refiero a múltiples costos asociados al gasto gubernamental: Disminución de recursos disponibles para crédito (en la medida que el gobierno recurre a los mercados para financiarse), presión sobre las tasas de interés, inflación derivada del gasto improductivo y otras “añadiduras” más o menos costosas, como pueden ser las corrupciones y las ineficiencias en el ejercicio del gasto público, e incluso el costo de los controles burocráticos establecidos para combatir tales corrupciones e ineficiencias. El político típico oculta “T”.

Por otra parte, en cada caso específico la elección de gasto ha implicado múltiples renuncias al uso de tales recursos para otros fines alternativos dentro del mismo presupuesto: Lo que destino a un gasto etiquetado como “educación superior” implica gastar menos en otro rubro etiquetado como “educación básica”. ¿Cuáles son los costos de oportunidad implícitos en esa elección?, ¿acaso los legisladores hicieron una evaluación precisa y objetiva de esos costos de oportunidad?

Y ello, para no entrar a discutir la inoperancia e impertinencia de la mayor parte de los indicadores de resultados diseñados para el gasto público, así como la muy escasa calidad de las herramientas de medición aplicadas a tales resultados.
Esta miopía específica respecto del gasto público – y de su contraparte: los costos fiscales para consumidores y contribuyentes- recibe el nombre de “ilusión fiscal”. Es una ilusión que explotan con gran rentabilidad esos grandes ilusionistas que son los políticos. El ilusionismo, ¿hay que repetirlo?, consiste, entre otras cosas, en ocultar “T”.

Llegará el día, esperemos, en que al aprobarse un nuevo presupuesto festejemos, entonces sí, auténticas buenas noticias: Que el gasto público disminuya. No estaría nada mal; para variar.

viernes, 22 de diciembre de 2006

“La chispa de la vida”

Dos cuentitos, tal vez de Navidad, aunque no muy azucarados.

Va, primero, la versión ligeramente actualizada de un relato publicado hace un par de años. Dice así:

Por fin, el líder parlamentario subiría a la tribuna a razonar el voto de su partido. Gran expectación, mientras la figura regordeta, sonrisa congelada, mofletes rubicundos, avanza por el pasillo, balanceándose hacia el púlpito de la patria soberana. Murmullos. Un avezado senador le comenta a su compañero: “Vas a ver qué argumentación. Con esto los vamos a dejar estupefactos”.
El líder, flamante senador que antes fue diputado, y antes gobernador, y antes subsecretario, y antes secretario de gobierno, y antes diputado local, y antes secretario particular de don Abundio Martínez – legendario político de armas tomar, tanto en sentido literal como figurado-, sube por fin al sitial, se aclara la garganta y, antes de hablar, bebe un sorbo de agua de un líquido burbujeante y oscuro, del vaso que la mano de un ujier invisible y servicial ha puesto a un lado del atril.
Con su inolvidable voz aguda inicia el ritual de rigor: “Con su venia, señor Presidente de la Asamblea”. Bebe otro sorbo del líquido chispeante, se aclara la voz y emite un sonoro eructo.
“Es cuanto, señor Presidente de la Asamblea”. Sus seguidores estallan en aplausos y gritos de júbilo. La chispa de la vida ha ganado otra batalla.

Va el segundo cuentito:

Del rostro del sabio médico se borró paulatinamente la sonrisa, mientras le ofrecía a su paciente – un viejito gordo, rubicundo, de barba blanca, enfundado en un llamativo y ridículo traje rojo- su diagnóstico: “La curva de la glucosa no deja lugar a dudas. Se trata de hipoglucemia reactiva a hiperglucemia. Eso explica las fatigas repentinas. Al principio del día usted toma calorías en abundancia, sobre todo su bebida esa, oscura y burbujeante, pletórica de azúcar. Puede verlo aquí, es el pico más alto de la curva, usted se siente rebosante de energía, dispuesto a recorrer el mundo repartiendo regalos; pero muy pronto, aquí en este otro punto de la curva, el nivel de azúcar en la sangre se desploma brutalmente. Fatiga, debilidad, mareo, se le nubla la vista y puede perder la conciencia, como le sucedió ayer…menos mal que los duendes se avisparon y evitaron una desgracia…esos trineos pueden ser muy peligrosos.”
El viejo escucha el discurso del médico con angustia creciente, hoy es 23 de diciembre y en sólo unas horas deberá iniciar el trabajo más importante del año, de todos los años. ¿Cómo podrá hacerlo sintiéndose tan mal? El médico es tajante: Dieta. Frutas. Agua pura. Ni hablar de azúcar.
El viejo hace un último intento, aunque sabe que será inútil: “¿Y la chispa de la vida, doctor?, eso siempre me reanima”.
El médico, ahora terriblemente serio, le responde: “¿Chispa de la vida?, para llamarle así a ese potaje se necesita un humor más negro que ese veneno con burbujitas”.

miércoles, 20 de diciembre de 2006

El capitalismo y la felicidad

Sólo hay una cosa peor que esperar que la economía capitalista de mercado nos de la felicidad, y esa es detestar al capitalismo y a la economía de mercado porque no nos hace felices.



Supongo que alentados por las fiestas navideñas, los editores de The Economist han destinado su artículo principal de esta semana al viejo asunto de si la prosperidad derivada de la economía de libre competencia en los mercados, si el capitalismo, para decirlo con una palabra fuerte, nos hace más o menos felices.

La mayoría de la gente sabe la respuesta: La felicidad no es un asunto de economía, ni siquiera de sistemas políticos más o menos equitativos que nos hagan sentir mejor. La conclusión de la revista mata muchas ilusiones pero es certera: "El capitalismo puede hacer que te vaya mejor. Y también dejarte libre para ser tan infeliz cómo tu elijas. Pedirle más es pedirle demasiado".

Otra manera de decirlo: El capitalismo NO está contraindicado para la felicidad, pero tampoco es el medicamento de prescripción para lograrla.

Lo sorprendente no es esto, sino que multitud de políticos, estrategas de mercado, publicistas, ideólogos de ocasión, consideren pertinente medir los resultados de un sistema de derechos de propiedad, producción y distribución de bienes y servicios, en términos de felicidad producida. Ridículo. No saben lo que es la felicidad.

Una economía que funciona bien es aquella en la que los recursos escasos se emplean de la forma más razonable, respetando la libertad y la propiedad de cada cual, lo que genera un aumento significativo en el bienestar material del mayor número posible de personas. Nada más y nada menos. No es la bienaventuranza, ni el paraíso eterno. Sólo es el arreglo más inteligente que podemos encontrar para que, sin que nadie sea despojado de su libertad ni de lo que es suyo de pleno derecho, podamos aumentar el caudal de satisfactores materiales disponibles para el mayor número posible de personas. Una batalla bien ganada contra la escasez, pero una batalla de una guerra interminable, en la que la escasez seguirá siendo, aquí en la tierra, la norma.

Por supuesto, la privación de bienes, la escasez, suele producir infelicidad. Pero la abundancia de bienes materiales tampoco genera felicidad automática.

Tengo para mí que la mayor parte del odio que concita la economía de libre mercado entre muchas personas radica en que esas mismas personas están buscando la felicidad donde no puede estar. Tal odio tiene su raíz en la envidia – el pesar por el bien ajeno- que es una de las condiciones más tristes en que puede caer el ser humano. La envidia es una deformación cognoscitiva que nos hace pensar que sólo puedo ser feliz si el prójimo es infeliz. A poco que lo meditemos veremos que es esa cosmovisión de "suma cero" – lo que tiene "A" le resta necesariamente a lo que tiene "B"-, la fórmula perfecta para la infelicidad. Esa sí. La envidia.

martes, 19 de diciembre de 2006

Stalin no fue un chiste

Un santoral patético que se exhibe desde hace meses en la plaza principal de la Ciudad de México: Marx, Engels, Lenin y Stalin. ¿Cuándo ponen a Hitler para completar el retablo de estupideces?



En la introducción de su estupendo libro "Gulag. A history", Anne Applebaum comenta un hecho chocante: A la caída del imperio soviético, en Praga los turistas estadounidenses y de Europa occidental compraban alegremente recuerdos del régimen caído, se adornaban con la hoz y el martillo en emblemas pegados a la solapa o en camisetas o en gorras "simpáticas". A esas mismas personas les habría resultado repugnante ostentar una suástica nazi, pero avalar – así fuese humorísticamente- al terrible régimen que asesinó, torturó y deportó a campos de concentración – "de trabajo"- a millones de personas, muchas más que aquellas que Hitler alcanzó a destruir, parece inocuo y hasta ligeramente "progresista".

Entre otras muchas razones para explicar esta flagrante incongruencia moral, común en Occidente, Applebaum propone la siguiente: Nos resistimos a condenar un régimen criminal con el que, aunque sea en la retórica, tenemos simpatías. "Los ideales comunistas – justicia social, igualdad para todos- son simplemente mucho más atractivos para la mayoría en Occidente que la apología Nazi del racismo y del triunfo del más fuerte sobre el débil. Aun si la ideología comunista significa en la práctica algo muy diferente, es muy duro para los descendientes intelectuales de las revoluciones americana y francesa condenar un sistema que sonaba, al menos, similar al propio".

Leyendo ésa y otras reflexiones de Anne Applebaum recordé cómo, intermitentemente, a lo largo de este año, 2006, la plaza central de la Ciudad de México, ha estado adornada – entre otros símbolos desconcertantes- con la hoz y el martillo y con retratos, que ondean al viento, de Marx, de Engels, de Lenin y del mismísimo Stalin. Esos últimos dos, al menos, asesinos execrables; y un monstruoso enemigo de la humanidad el "padrecito Stalin". ¿Alguien osaría poner una suástica en esa plaza?, ¿alguna secta política reivindicaría a Hitler para llevar agua a su molino? No, desde luego. Y los tales símbolos no habrían durado – en caso de que algún desquiciado los enarbolara- ni unos minutos.

Sin embargo, la historia de la Unión Soviética – no sólo durante los largos años de la autocracia estalinista, sino desde 1917 hasta la disolución oficial de la URSS en diciembre de 1991- está llena de sangre y destrucción equiparables, bajo cualquier parámetro moral, con el régimen Nazi. ¿Por qué seguimos negando esa realidad terrible como si no hubiese existido?, ¿por qué somos tan despiadados con los millones de víctimas de Stalin?, ¿por qué hasta en los alegatos ante el tribunal electoral que hizo el variopinto grupo que apoyaba a Andrés M. López, se coló impune, como si fuese otra autoridad en materia de elecciones democráticas, una cita de ese asesino?

Sólo dos palabras que deberían hacer que se les cayera la cara de vergüenza: Deshonestidad intelectual.

Esto es un contrato, no una revelación

No fue el rechazo a los símbolos asociados al poder de los reyes lo que fundó el arreglo democrático. Fue la convicción de que el poder jamás debe ser absoluto, sino constreñido a un contrato en el que los gobernados ponen los límites, los plazos de caducidad y los mecanismos para retirar el mandato.



En cierta forma el preámbulo de la democracia moderna empieza el 30 de enero de 1649 con un decapitado: Carlos I de Inglaterra. Más allá de sus aciertos o desaciertos como gobernante, a ese monarca le costó la vida sostener un principio que resultó disfuncional con una sociedad de hombres rabiosamente libres. Carlos I rehusó someterse al juicio de tales hombres. Apeló, como lo habría hecho cualquier otro monarca de la época, al derecho divino: Ninguna corte humana podía juzgarlo ya que su autoridad, aseguraba, provenía del mismo Dios.

Sin embargo, esa sociedad de hombres libres lo juzgó y ordenó su ejecución pública como traidor.

A la distancia, la ejecución de Carlos I parece un hecho execrable, un exceso injustificado que, sin embargo, unos años más tarde, en 1688, funcionó como la "amenaza creíble" en el pacto que limitó para siempre el absolutismo. La lección en contra del absolutismo se aplicó no sólo a los reyes, sino incluso a los gobiernos republicanos, como quedaría claro, un siglo después, en la revolución de independencia que daría a luz a los Estados Unidos de América.

En un agudo análisis de la llamada "gloriosa revolución" de 1688, Douglass C. North y Barry R. Weingast ( Constitutions and Commitment:The Evolution of Institutions Governing Public Choice in Seventeenth-Century England, The Journal of Economic History, December 1989), muestran como el nuevo acuerdo entre la monarquía inglesa y el parlamento, representante de esa sociedad de hombres libres, no fue una típica declaración de ideales abstractos, sino un pacto entre partes con cláusulas específicas, amenazas creíbles, establecido para preservar los derechos individuales a la libertad, a la propiedad y a la riqueza derivada de ella. Tal acuerdo hizo posible la prosperidad de Inglaterra y del Reino Unido en los años posteriores. Sólo a partir de ese acuerdo fundamental – un ejemplo vivo del tan predicado "contrato social"- podemos entender fenómenos posteriores como la revolución industrial y la decidida apuesta de la Gran Bretaña por el libre cambio o libre comercio.

Hay en estos episodios históricos una lección actual para países como México, que están a la búsqueda a la vez de una democracia consolidada y de una prosperidad generalizada: El buen gobierno no llegará por una dádiva providencial o un azar venturoso, sino a partir de acuerdos y pactos que limiten el poder y preserven los derechos fundamentales del hombre a la libertad, la seguridad y la garantía irrestricta de los derechos de propiedad. La ley y la libertad, la doble "L", sigue siendo la asignatura más importante que debemos cursar y aprobar.

domingo, 17 de diciembre de 2006

Nos falta la cultura de la doble "L"

Si alguna enseñanza nos dejó la farragosa experiencia de 2006 en México es que nos urge consolidar, como forma de vida y pauta de conducta pública, la cultura de la ley y la libertad, indisolublemente unidas en un arreglo constitucional.




La mayoría de los jóvenes estudiantes en Hispanoamérica tienen, así sea vagamente, una noción de lo que fue y significó la Revolución Francesa. En contraste muy pocos de esos mismos estudiantes han oído de la "gloriosa revolución de 1688" en Inglaterra.

Sin embargo, la incruenta revolución inglesa que terminó con el absolutismo monárquico y engendró la fundamental carta de los derechos individuales ( bill of rights) a la libertad y a la propiedad, es la verdadera piedra fundacional de la democracia moderna. La algarada francesa, en cambio, plena de episodios de masas, que embelleció románticamente Víctor Hugo, que concluiría en el terror, en la guillotina y, más tarde, en los sueños napoleónicos de grandeza inhumana, poco tiene para dejarnos en materia de enseñanza democrática.

Curioso sesgo de nuestra educación. Curioso "olvido" de uno de los episodios fundacionales del mundo moderno y de la política práctica. Curiosa exaltación del idealismo revolucionario de masas desposeídas y de los "purificadores" baños de sangre, que contrasta con el desdén hacia la misma noción de la política como pacto civilizado y civilizador entre intereses contrapuestos, como hazaña práctica del profundo respeto a la libertad individual y a los derechos de propiedad.

El historiador Robert Conquest ha hecho una inteligente disección de lo que significan estas cosmovisiones contrapuestas. Hablando de lo que nos dejó la Ilustración francesa enumera: 1. Excitantes generalidades, 2. La beatificación de las turbas y la subsecuente validación de regímenes y movimientos como plebiscitos de masas, 3. Las nociones engrandecidas de Pueblo y Nación (acerca de las cuales se suele olvidar que su herencia produjo no sólo la disrupción de la libertad en el marxismo, sino también su equivalente en el nacionalismo extremo). Un universo de abstracciones e ideales, carente de asideros prácticos, que con gran frecuencia ha derivado en verdaderos infiernos.

Pocas veces, como en los acontecimientos político-electorales que van de 2004 a 2006, ha quedado más claro en México lo pernicioso de ese sesgo fanático de nuestra educación cívica, sesgo que desprecia los valores concretos de la ley y de la libertad. La ascensión vertiginosa del populismo empieza justo cuando la defensa de la ley se abandona, ante la presión de presuntas masas que toman las calles. El episodio del fallido desafuero – de la renuncia al cumplimiento de la ley- marcaría el inicio de una secuencia de desatinos y excesos, no sólo verbales, en los que toda la lucha política pareció reducirse a decidir quién ganaba el trofeo de los mayores y más desparpajados desafíos contra la ley, contra la libertad individual, contra la propiedad, contra las instituciones.

Nos faltó, nos sigue faltando – como al sediento, el agua- la cultura de la doble "L": Ley y Libertad.

jueves, 14 de diciembre de 2006

Impuestos a lo nocivo: Debate casuístico

Los impuestos y los subsidios para enfrentar las externalidades no deben desecharse en forma apriorística. En determinados casos pueden ser la menos mala de las herramientas para evitar que unos paguen injustamente los costos generados por otros.




La columna de las objeciones a los impuestos a lo socialmente nocivo es casi tan abultada como la columna de las ventajas de estos instrumentos de política pública. Lo cierto es que este es un terreno en el que, sin perder de vista la necesidad de preservar la libertad de elección de cada persona, no caben las respuestas absolutas.

No sabemos. Lo que hoy nos parece una externalidad negativa con el paso del tiempo – y con el avance científico y tecnológico- podría desaparecer. También puede suceder lo inverso, que lo que hoy nos parece una externalidad que merece premiarse – digamos, sustituir el uso de los derivados del petróleo por el uso de energéticos "verdes" como combustible- genere excrecencias nocivas e indeseables que no habíamos previsto. (En cierta forma, esto está sucediendo con el uso de aceite de palma como energético alternativo que está causando, indeseablemente, la devastación de selvas en algunas regiones del sudeste de Asia).

Ya se mencionó ayer el problema clave de la elasticidad de la demanda ante aumentos en los precios. El caso específico de los impuestos al tabaco ha mostrado que el tabaquismo es una adicción suficientemente poderosa como para volver casi inelástica la demanda de los fumadores adictos. Se conjetura que, de cualquier forma, en el caso de los impuestos al tabaco y otros "impuestos al pecado" o pigouvianos, la recaudación puede destinarse a paliar los daños a la salud causados por esa adicción; pero es obvio que los beneficios de la prevención – abstención del tabaco- son infinitamente superiores a los beneficios del mejor tratamiento médico disponible una vez que el daño está hecho.

La objeción de fondo se refiere al respeto irrestricto que los gobiernos deben tener hacia la libertad de elección de las personas. Pero, puestos a elegir, siempre será preferible que el gobierno incentive determinadas conductas mediante herramientas no-coercitivas (como un gravamen) a que se erija en supremo policía autoritario que prohíba y castigue conductas que se consideran indeseables. Tal es el caso, dramático, de las llamadas drogas duras. Vista la ineficacia y las terribles consecuencias derivadas de la prohibición de tales drogas (incremento sustancial de la violencia y de la criminalidad, porque la prohibición genera un gigantesco incentivo perverso de carácter económico a favor del tráfico ilegal), parece claro que sería más eficaz – y más respetuoso de la libertad de elegir- optar por la legalización de los estupefacientes pero gravarlos con impuestos pigouvianos (y destinar los recursos recaudados a campañas de prevención y de información masiva sobre los terribles daños que causan tales drogas: "Usted elije cómo matarse: Es más barato e indoloro arrojarse a las vías del tren que inhalar cocaína"), aunque el solo planteamiento de la legalización escandaliza todavía a muchos.

Habrá que seguir con el asunto.

miércoles, 13 de diciembre de 2006

Preguntas para intelectualmente honestos

Los impuestos y los subsidios pigouvianos ¿funcionan?, ¿podemos conocer la elasticidad precio-demanda de antemano?, ¿respetan la libertad de elección?, ¿lo que hoy nos parece una "externalidad negativa" dejará de serlo mañana y viceversa?, ¿son impuestos para recaudar o incentivos para modificar conductas?



Al parecer los principales promotores involuntarios de los "impuestos a lo nocivo" o "impuestos pigouvianos" son los negociantes que, ante cualquier propuesta tributaria que les afecta, echan mano de sorprendentes presunciones acerca de la casi perfecta elasticidad con que, aseguran, reaccionará la demanda de sus productos ante un incremento en el precio.

Casos recientes y cercanos: Los productores de refrescos ofrecen cifras alarmantes sobre la caída que sufrirá la demanda de refrescos endulzados con sacarosa de caña en caso de que esos productos se graven con un impuesto especial de cinco por ciento. Parecen no darse cuenta de que su alegato hace brincar de gusto a centenares de médicos y especialistas en nutrición que saben los daños a la salud que causa el consumo excesivo de esas bebidas.

Otro caso: Los vendedores de automóviles pronostican brutales caídas en las ventas si se aprueba que las compras de autos sólo sean deducibles hasta 150 mil pesos en lugar de los actuales 300 mil pesos.

¿De veras están convencidos de sus argumentos o será que la deshonestidad intelectual ha pasado alegremente de los discursos de los políticos a los alegatos de los negociantes?

He aquí la primera pregunta práctica acerca de los "impuestos a lo nocivo", la referente a las elasticidades precio-demanda (en el caso de los autos, es una versión análoga de esta presunción porque al parecer, dicen los afectados, la única motivación de miles de personas para comprar un auto es deducirlo fiscalmente). No sabemos a ciencia cierta cómo reaccionará la demanda de un determinado bien en un determinado momento ante un aumento específico en el precio (o una disminución en su deducibilidad fiscal). Conocemos, sí, la ley básica de la economía: La pendiente negativa de la curva de la demanda, pero no sabemos, "ex ante", de antemano, en cada caso específico qué tan pronunciada o qué tan plana será dicha pendiente.

Esta podría ser una primera objeción, de índole práctica, a los impuestos "pigouvianos", al menos en determinados casos. Si lo que se busca primariamente no es recaudar, sino modificar una conducta a través del incentivo de encarecerla deberíamos tener clara, antes, la elasticidad de la demanda respecto del precio específico en un momento determinado y en un mercado singular.

De ahí los malabarismos intelectuales que han tenido que hacer algunos voceros oficiales y oficiosos de los productores de refrescos para, por un lado, decir que caerá la demanda brutalmente y, por otro, asegurar que de cualquier forma dicho gravamen no tendría efectos – involuntariamente buscados- sobre la salud pública, dado que aseguran también (en flagrante contradicción) que "la gente no dejará de consumir refrescos por causa del impuesto".

¿En qué quedamos?, ¿sí o no?

martes, 12 de diciembre de 2006

Un gran debate: Los impuestos a "lo nocivo"

Se les ha llamado lo mismo "impuestos al pecado" que "impuestos pigouvianos" o gravámenes a las externalidades negativas ¿Funcionan para combatir la contaminación, los malos hábitos, los problemas de salud?, ¿son otra muestra de la arrogancia de los gobiernos que quieren modelar la conducta de las personas?, ¿serían más eficaces para combatir las drogas duras que las prohibiciones y la persecución al narcotráfico?



El pasado 17 de noviembre compartí con los lectores algunas reflexiones acerca de esas añadiduras – unas negativas, otras positivas- que genera la actividad económica y que los economistas llaman externalidades (ver "De las cosas que son gratis"). Un caso típico de externalidad negativa son las emisiones contaminantes de los automóviles; el automóvil es un bien particular, desde luego legítimo, que junto con muchos beneficios para su dueño o usuario genera excrecencias – contaminación, entre otras- que afectan a toda la comunidad.

De este concepto de externalidades – desarrollado por el economista Arthur Pigou (1877-1959)- han surgido los llamados "impuestos pigouvianos" o "impuestos al pecado" o, para acuñar otro nombre, "impuestos a lo socialmente nocivo". La sola existencia de estos gravámenes ha sido motivo de una aleccionadora y acalorada polémica entre los economistas.

En términos muy esquemáticos, el impuesto pigouviano busca disminuir las externalidades negativas o compensar los costos sociales que las externalidades causan, elevando el precio de la actividad o del bien que provoca dicha externalidad indeseable.

Por una parte, los defensores de esta clase de impuestos, encabezados por Gregory Mankiw, autor de un libro de texto ya clásico para la enseñanza de los principios de la economía y profesor en Harvard, aparecen agrupados en el "Club Pigou" con miembros tan prestigiosos y disímiles como Alan Greenspan, Gary Becker, Larry Summers, el juez Richard Posner o el político Al Gore.

Por otra, ha surgido el club anti-Pigou, que critica esta clase de impuestos, siguiendo en gran medida las objeciones originales de Ronald Coase, premio Nobel de Economía en 1991, quien sostiene que los impuestos pigouvianos castigan tanto a productores como a consumidores y pueden tener efectos secundarios indeseables.

Algunos ardientes defensores del liberalismo económico descalifican este género de impuestos motejándolos sin más de intervencionismo gubernamental, pero en muchos casos esta objeción suena más a dogma de escuela (lo cual no es muy liberal, por cierto) que a un análisis racional y científico del asunto. Otros, igualmente liberales, pero más prácticos, no desdeñan el potencial de estos impuestos para generar incentivos deseables socialmente, sin incurrir en odiosas e ineficaces prohibiciones (como sucede en el caso del costoso y fracasado combate al narcotráfico).

Esta polémica no es, como podría pensarse, otra "discusión bizantina" entre académicos sino un asunto de políticas públicas que afecta en forma decisiva la vida cotidiana de todos los habitantes del planeta.

Por lo pronto, confieso que a mí me deja esta polémica con más preguntas que respuestas. Abundantes preguntas que, sin ser exhaustivo, compartiré mañana con los lectores.

lunes, 11 de diciembre de 2006

Refrescos, impuestos y aclaraciones

Por varios comentarios recibidos respecto del artículo de ayer, veo que cometí el error de dar por conocidos por los lectores los antecedentes de la modificación fiscal que se propone en el impuesto especial a los refrescos embotellados.


Aclaro entonces:

1. Hoy día los refrescos elaborados con fructosa u otros edulcorantes distintos que la sacarosa o azúcar refinada están gravados con un IEPS de 20 por ciento, lo que es discriminatorio, aberrante y contrario a todas las prácticas de libre comercio pactadas en tratados que México ha firmado. (Por contraste, los refrescos endulzados con sacarosa, procedente de la caña, no están gravados con el IEPS).

2. Para corregir esa aberración se propone establecer un IEPS general a todos los refrescos embotellados con una tasa de sólo cinco por ciento; de aprobarse este cambio: A. No habrá un trato fiscal discriminatorio en contra de una industria – productores e importadores de fructosa- y los productores de refrescos competirán en igualdad de circunstancias, independientemente del edulcorante que usen y B. Se eliminará la barrera no-arancelaria completamente injustificada a las importaciones de fructosa y México podrá cumplir con lo ordenado por todos los paneles internacionales de controversia que se llevaron a cabo a raíz de ese gravamen aberrante, establecido en 2002 exclusivamente para beneficiar a los cañeros, a los dueños de ingenios y a los fabricantes de refrescos endulzados con sacarosa y en contra de la libre competencia.

3. Así, el impuesto no se está proponiendo por razones de salud pública, sino de neutralidad tributaria. Fui yo quien saque a relucir el argumento de salud pública, ante los escandalosos argumentos de los productores de refrescos en contra del impuesto. Alegatos basados en la presunción de que el impuesto es malo porque disminuirá el consumo de refrescos endulzados con sacarosa, cuando en términos de salud pública eso, la disminución en el consumo, sería magnífico.

Dicho de otra forma: Que alguien diga que una eventual reducción del consumo de azúcar refinada en México es indeseable, cuando están comprobados los daños a la salud que provoca la ingesta excesiva de esa fuente de calorías y cuando es un hecho que es una de las principales causas de la obesidad y el sobrepeso en México, a través del abundante consumo de tales refrescos, me parece escandalosamente cínico. Peor cuando las víctimas de ese pésimo hábito son, sobre todo, niños y jóvenes pobres.

Pero este caso me da oportunidad de abordar, a partir de mañana, un asunto que es motivo de aleccionadoras controversias, que es el de dilucidar si es deseable que se usen los impuestos para castigar externalidades negativas y para premiar externalidades positivas.

El asunto ha llevado a la creación del "Club Pigou" – por Arthur Pigou (1877-1959) economista que desarrolló el concepto de externalidades-, club del que es entusiasta promotor el prestigiado economista Gregory Mankiw, autor de uno de los textos más completos y populares de principios de economía y profesor en la Universidad de Harvard.

En respuesta también se ha creado el Club No-Pigou, que se opone a impuestos y subsidios en respuesta a las extarnalidades.

viernes, 8 de diciembre de 2006

Refrescos, obesidad e impuestos

Dicen que el gravamen (IEPS) de 5% a los refrescos disminuirá la demanda de ese producto en 638 millones de litros al año. ¡Magnífica noticia para la salud pública, y especialmente para la salud de los niños y los jóvenes mexicanos!


Hoy, viernes 8 de diciembre, la Asociación Nacional de Productores de Refrescos y Aguas Carbonatadas A.C., que representa los intereses de esa poderosa industria, informó a los diputados y “a la opinión pública” que de aprobarse un impuesto de cinco por ciento a los refrescos la demanda por esos productos disminuiría en 638 millones de litros. Eso significa, para quien sabe algo del devastador efecto que tiene el alto consumo de azúcar refinada sobre la salud, especialmente sobre la salud de niños y jóvenes ávidos consumidores de refrescos, que tal impuesto será una excelente medida de salud pública que deberíamos aplaudir con entusiasmo.
(Lo chistoso es que los productores de refrescos ofrecen esa y otras proyecciones sobre los efectos que causará ese gravamen en la demanda de refrescos y azúcar, ¡para oponerse al impuesto!).
México es el segundo país de la OCDE con mayor número de obesos y personas con sobrepeso, sólo superado por Estados Unidos en ese vergonzoso campeonato. Tenemos 62.3 por ciento de adultos con sobrepeso y 24.2 por ciento de adultos obesos. Como concentración urbana con mayor número de personas obesas o con sobrepeso, la Ciudad de México tiene el campeonato mundial.
Para combatir las graves enfermedades derivadas del sobrepeso y de la obesidad México ha gastado en los últimos siete años alrededor de cinco mil millones de dólares. Parece mucho más inteligente prevenir esas enfermedades, disminuyendo el consumo de azúcar, mediante un impuesto, que gastar toneladas de dinero público para paliar el mal cuando ya está hecho y los daños son probablemente irreversibles.
Los productores de refrescos advierten que son los hogares de ingresos más bajos los principales consumidores de este producto. Cierto. Lo que no se entiende es por qué proponen, entonces, seguir alentando entre los más pobres los peores hábitos alimenticios, la malnutrición y la obesidad. ¿Tienen alguna inconfesable aversión por los pobres?
El consumo diario de un refresco azucarado de 355 mililitros aumenta en 60% el riesgo de que un niño padezca obesidad.
Además, hay sólidas evidencias de daños a la salud mental provocados por el alto consumo de azúcar. Es una sustancia con efectos psicológicos adictivos: Provoca una leve y temporal euforia, seguida por estados de leve depresión. Conforme aumenta el consumo y la frecuencia de estas oscilaciones tanto la euforia como la depresión se hacen más graves.
Si damos por bueno el cálculo de los productores de refrescos acerca de la elasticidad con que reaccionará la demanda de refrescos ante un leve aumento en el precio, tenemos que exigir que ese gravamen se apruebe. Digo, si en algo nos interesa la salud de los hogares más pobres de México, y de los niños que crecen, y engordan, en esos hogares.

jueves, 7 de diciembre de 2006

Productividad gubernamental: La experiencia de NZ (fin)

En la reforma neozelandesa el llamado modelo Agente-Principal tuvo una influencia decisiva, junto con las teorías de la administración relativas a la necesaria autonomía de gestión de los agentes o administradores que no son dueños de los recursos que administran, pero a quienes se gratifica por resultados, no por procedimientos.




El modelo o problema Agente-Principal en economía trata de vencer las dificultades derivadas de información insuficiente y asimétrica cuando un Principal (dueño de los recursos) contrata a un Agente (administrador) para que haga un uso óptimo de esos recursos en beneficio del Principal. Dado que el Agente posee mayor información que el Principal ¿cómo alinear los incentivos del Agente para que coincidan con los objetivos del Principal?

El caso típico es el del administrador profesional en una corporación privada (Agente) que ha sido contratado por un amplio grupo de accionistas (Principal) representados por el Consejo de Administración.

La respuesta al problema básico, que es alinear los incentivos del administrador, puede tomar varias formas de premio-castigo: Vincular los ingresos del administrador a los rendimientos obtenidos y deseados por los dueños (comisiones, bonos de productividad, participación en la propiedad de la empresa y demás), condicionar la permanencia en el puesto y sus prerrogativas al logro de los resultados deseados, transparentar la gestión del administrador para que sea sancionado públicamente, en términos de reconocimiento o desprestigio social y muchas variantes.

Lo que hicieron los reformadores neozelandeses al trasladar este modelo de teoría de juegos a la administración pública, implicó reconocer un postulado crucial de la democracia moderna: El titular de los derechos de propiedad de los recursos públicos sigue siendo el público, NO es el administrador, no es el gobierno, ni siquiera lo son los representantes del público (digamos, los diputados federales en un régimen presidencialista o los miembros del parlamento en un régimen parlamentario).

Aunque esto último parezca una obviedad que se da por sentada en las democracias modernas, basta analizar el funcionamiento real de la política en la mayoría de los países para detectar que no sin razón los contribuyentes suelen ver como un despojo o una expropiación o un costo ineludible (a veces a fondo perdido) el pago de impuestos. Es decir: La parafernalia del aparato estatal contribuye a que en la práctica los derechos de propiedad sobre los recursos públicos se diluyan y hasta se desvanezcan.

A mi juicio, ése es el punto principal que rescata la reforma neozelandesa, los derechos de propiedad, y lo ha hecho con gran eficacia. Y el principal escollo para que se acepte una reforma de esta naturaleza en otras latitudes radica en la debilidad que el concepto de rendición de cuentas de mandatarios a mandantes aún tiene en muchas democracias jóvenes. Debilidad a la que ha contribuido, en gran medida, la retórica socialista trasnochada, que de una u otra forma ataca el concepto mismo de propiedad privada y de derechos de propiedad.

Productividad gubernamental: La experiencia de NZ (II)

La reforma va más allá de mecanismos presupuestales y obedece a una profunda redefinición de las relaciones entre gobierno y ciudadanos. El paradigma contractual recobra la esencia de la democracia: El gobierno NO es un fin, sino una herramienta al servicio de los fines de los ciudadanos.


En la entrega anterior describí la esencia de la reforma presupuestal neozelandesa – que, en realidad, ha sido una profunda reforma del Estado- a partir del modelo que norma la relación contractual a la que se sujeta el gobernador del banco central en ese país con el Parlamento que representa a los empleadores del funcionario público, a los ciudadanos. Si trasladamos ese modelo a toda la administración pública tendremos una visión aproximada de la esencia de esta reforma.
Vale la pena repasar los elementos que sustentan el modelo:
Uno. El escrutinio público va mucho más allá de lo contable y se propone una evaluación objetiva de la productividad del gasto. Se buscan funcionarios públicos no sólo honrados, sino productivos.
Dos. Derivado de lo anterior, el acento se pone en la eficacia económica: en los resultados del uso de los recursos. Así como el Consejo de Administración de una empresa NO pierde el tiempo revisando notas de gasto, para ver si cumplen con normas contables, sino que se centra en la evaluación de los indicadores de resultados, como el famoso EBITDA, el Parlamento decide la pertinencia del gasto de acuerdo a una jerarquía de resultados deseados: ¿Queremos mejor educación pública o más seguridad en las calles?, ¿qué queremos prioritariamente? Y, establecido el objetivo, exige al administrador encontrar la mejor “función producción” (el óptimo entre unos recursos disponibles y unos resultados deseados) para alcanzar tales resultados.
Tres. Esto significa pasar de un esquema presupuestal atrapado en la búsqueda obsesiva de más “insumos” a un esquema presupuestal diseñado por búsqueda de resultados (outputs). La restricción presupuestal está dada, no es objeto de discusión – no se puede gastar lo que no se tiene- y la discusión se centra en lo importante: Cómo asegurarse de que con esos recursos dados el gobierno obtenga el resultado más cercano al óptimo. Nótese la diferencia abismal que hay entre un parlamento peleando por los recursos a nombre de grupos de presión – lo que siempre genera el riesgo de resolverse por la peor vía: incurriendo en déficit fiscal- y un parlamento que define y prioriza los resultados que ofrezcan el mayor rendimiento social.
Cuatro. Esto desemboca en el corazón del modelo, que es el contrato entre el administrador público y los mandantes (la sociedad), en el que la contraprestación que se exige al administrador es el cumplimiento de resultados, en plazos inamovibles.
Cinco. La tarea de encontrar, formular y llevar a cabo la mejor “función producción” para los recursos dados (escasos, por definición) corresponde al administrador público como técnico especializado, no al parlamento. Esto se traduce en autonomía de gestión.
Mañana: Las fuente de inspiración del modelo.

miércoles, 6 de diciembre de 2006

Productividad gubernamental: La experiencia de NZ (I)

Los auditores contables verifican el uso honesto de los recursos públicos, pero el Parlamento, como representante de la sociedad, evalúa los resultados de la gestión en términos de productividad.


Desde la década de los años 80, Nueva Zelanda inició una novedosa reforma presupuestaria (o “presupuestal” que es el adjetivo al uso en México, aceptado por la Academia de la Lengua) que terminó siendo ambiciosa redefinición de la administración pública y del Estado mismo, de las relaciones entre el poder público y la soberanía que radica en los ciudadanos.
Esta reforma, que ha cosechado frutos abundantes tanto en términos de la democracia efectiva como de la productividad gubernamental, ha sido motejada – no sin cierto ánimo despectivo- de reforma “gerencial” del gobierno. Los resultados, sin embargo, han sido lo suficientemente contundentes para desautorizar cualquier calificación despectiva nacida de prejuicios ideológicos. Hoy en Nueva Zelanda el ciudadano común sabe con certeza si el gasto público está dado resultados tangibles y sabe, con igual certeza, no sólo si el gasto público se ejerce con honradez contable, sino que tiene, a través del Parlamento, los instrumentos adecuados para otorgar premios o castigos a los funcionarios que ejercen el gasto.
Puede decirse que esta reforma nació del paradigma del banco central. Me explico: El objetivo único – y por esa misma razón, prioritario- del banco central es salvaguardar el poder adquisitivo de la moneda de curso legal. El cumplimiento de ese objetivo constitucional es mensurable en términos de inflación, la tasa de crecimiento del índice de precios al consumidor, y por tanto es susceptible de fijarse “ex ante” – antes de los hechos- por el propio administrador, que sería en este caso el presidente o director del banco central, y por los representantes de los ciudadanos, los miembros del parlamento. De aquí nace una relación contractual entre el funcionario público (la cabeza del banco central) y la ciudadanía: “Tu contrato, funcionario público, es temporal y su permanencia, así como la permanencia de las prerrogativas del cargo (por ejemplo, la pensión), está supeditada al cumplimiento de unos resultados perfectamente mensurables y objetivos: Una tasa de inflación anual o trimestral de tanto por ciento, con estos márgenes de variación (por ejemplo: tres por ciento anual, con margen de más uno o menos uno puntos porcentuales); si cumples la meta, conservas el cargo y sus prerrogativas, si no la cumples pierdes el cargo y las prerrogativas que conlleva el cargo”. Fracasar, por cierto, incluye no sólo tal pérdida sino el tremendo desprestigio ante la opinión pública.
¿Qué pide el administrador público, en este caso quien encabeza el banco central, a cambio de estas condiciones contractuales? Muy sencillo, autonomía de gestión: “Déjenme utilizar todas las herramientas lícitas para lograr tal objetivo”.
Traslademos este ejemplo del banco central a toda la administración pública y tendremos la esencia de la exitosa reforma del Estado que llevo a cabo Nueva Zelanda

lunes, 4 de diciembre de 2006

¿Productividad en el gobierno?

¿Es posible alienar los incentivos de los gobiernos, de cualquier gobierno, hacia la productividad? La austeridad es buena, pero la productividad es mejor.


En términos de productividad los gobiernos tienen una profunda desventaja frente a cualquier otro emprendimiento humano: Los incentivos para quienes cumplen tareas gubernamentales no están alineados naturalmente hacia la generación de ganancias productivas.
En otras palabras, el funcionario público – aún el mejor funcionario – no es un espíritu puro – un ángel- y verá prioritariamente (como cualquier otro ser humano) por su provecho personal y el de los suyos. Por el contrario, en las actividades productivas que solemos llamar “privadas” la búsqueda del provecho personal – acotado por reglas claras y constantes para todos, que constituyen el estado de derecho- provoca naturalmente que el uso de los recursos escasos esté orientado hacia su aprovechamiento óptimo.
Ese aprovechamiento óptimo de los recursos es lo que llamamos productividad. Hacer más con menos.
La diferencia, entonces, entre los incentivos propios de la actividad privada (y lucrativa) y los incentivos propios de la actividad pública radica en la propiedad de los recursos. Milton Friedman lo expresó magistralmente (aunque tal vez pierda fuerza en mi defectuosa traducción): “Nadie gasta el dinero de otro tan cuidadosamente como gastaría el dinero propio. Nadie usa los recursos de otro tan cuidadosamente como usa sus propios recursos. Así, si quieres eficiencia y efectividad, si quieres cerciorarte de que serán propiamente utilizados (el dinero y los recursos) tendrás que hacerlo a través de los medios de la propiedad privada.”
Una forma imperfecta de moderar los incentivos hacia la ineficiencia y la ineficacia que tienen los gobiernos es imponer medidas generalizadas de austeridad en el gobierno que, junto con la transparencia y el escrutinio público contable, disminuirán en gran medida el desperdicio de recursos públicos. Se trata de un primer paso, imperfecto pero indispensable.
Sin embargo, la austeridad en el gasto gubernamental no equivale automáticamente a productividad. Para alinear los incentivos de quienes trabajan en cualquier gobierno hacia la productividad es indispensable ir más lejos y entrar al terreno de un cuidadoso análisis, caso por caso, de los costos contra los beneficios. No es lo mismo expedir licencias de manejo que administrar la deuda pública; no es lo mismo, en términos de beneficio y valor agregado, acrecentar las capacidades y destrezas de los alumnos en la educación pública que subsidiar películas para que ganen premios en festivales internacionales.
Las exitosas experiencias de otros países y la misma razón nos muestran que debemos armonizar, para acercarnos a un gobierno productivo, la autonomía de gestión del administrador público con la rendición de cuentas del mismo administrador, ante los ciudadanos, de acuerdo a resultados objetivos, mensurables y comparables; escrutinio del que se derivan premios y castigos para el administrador público en función de tales resultados.
En futuros artículos comentaré algunas iniciativas creativas y novedosas, como las que funcionan eficazmente en Nueva Zelanda, para alinear los incentivos de las tareas de gobierno hacia la productividad.

sábado, 2 de diciembre de 2006

Un comienzo impecable

Donde se proponen algunas “lecturas” acerca de un alentador inicio de gobierno.

Otra vez fallaron la mayoría de los analistas instantáneos y comentaristas: Los momios cada vez son más desfavorables para quienes apuestan por el fracaso de México. Felipe Calderón Hinojosa llegó, vio, venció y convenció. Bien por él, mejor para México y para los mexicanos.
No sé usted, estimado lector, pero yo compro sin dudas ese México que se impuso el viernes pasado con el nuevo Presidente Constitucional, legal, legítimo y auténtico.
Una cita. Escribe la cáustica Clotilde en sus “dardos” (ver en la red): Hace seis años había más esperanzas y menos realidades; más ilusiones y menos certezas. Hace seis años estrenamos un Presidente del tamaño de nuestras ilusiones, hoy estrenamos un Presidente del tamaño de nuestras realidades y con los tamaños para hacerles frente y mejorarlas. El que tenga entendederas para entender que entienda.”
Se ha criticado “de bulto” a los legisladores que “tomaron” la tribuna de la Cámara de Diputados, pero hay una diferencia abismal entre quienes lo hicieron para defender la legalidad y quienes quisieron quitarlos de ahí para provocar otro fracaso de la institucionalidad y de la ley.
No es bonito ni deseable que los legisladores en lugar de discutir racionalmente, dialogar, llegar a establecer acuerdos y legislar en consecuencia, tengan que convertirse en escudos humanos para resistir empujones, insultos, provocaciones y tengan que tomar, como si se tratase de una trinchera en tiempos de guerra, la tribuna de la Cámara. No es bonito, pero fue necesario. Los diputados del PAN – y algunos del PRI, hay que reconocerlo- se ganaron en estos días a pulso, y centavo a centavo, su salario. Defendieron la normalidad, defendieron la ley y lo hicieron con gran eficacia como lo demuestra el resultado final: Felipe Calderón rindió su protesta de ley, en donde debía hacerlo, cuando debía hacerlo y sin negociar lo que no es negociable: la ley. Recurrieron a medios extraordinarios ante desafíos extraordinarios y salvaron la legalidad. Gracias.
El nuevo Presidente y su equipo lograron el viernes pasado – con serenidad y firmeza en el compromiso con la ley- lo que en años de simulados “diálogos” y negociaciones lastradas de ilegalidad jamás habría podido lograrse: Imponer la normalidad sobre el triste espectáculo de pandilla como forma espuria de la política. (Pandilla: Liga que forman algunos para engañar a otros o hacerles daño).
El medio es el mensaje: ¿No hubo un alma inteligente y caritativa entre los directivos de Televisa que le dijese a Víctor Trujillo que es una total falta de respeto al público televidente salir a cuadro, en la transmisión de la ceremonia solemne del cambio de gobierno, vestido como ranchero en día de asueto? Camisa roja, chamarra de cuero… ¿Confundió la toma de posesión de Felipe Calderón en México con la de un Evo Morales cualquiera – enfundado en un suéter multicolor- en Bolivia?

viernes, 1 de diciembre de 2006

Víctor Trujillo y la falta de respeto al público

¿No hubo entre quienes toman decisiones en Televisa alguna autoridad con el mínimo de buen gusto, respeto por el público y apego a las formas, que impidiese que uno de los conductores estelares de esa televisora en la ceremonia de cambio de poderes de hoy - Víctor Trujillo- apareciese a cuadro vestido como si fuese vendedor ambulante de discos piratas o de tangas en la calle de Correo Mayor?
Parece que el individuo tiene tatuado el disfraz de payaso. La farsa imprimió carácter en él.
Nunca se enteró - y su atuendo lo demostró elocuentemente- que no estaba en Bolivia, y que no estaba narrando la toma de posesión de Evo Morales.

Impresiones de un gran día: La importancia de la Ley

Los legisladores del PAN que tomaron la tribuna - anticipándose oportuna y decididamente a los amagos que hizo el PRD para fastidiar a los mexicanos el cambio legal y ordenado de gobierno- hicieron lo correcto. Los resultados lo demuestran. Estuvieron defendiendo la legalidad contra la barbarie; estuvieron defendiendo la cultura de las instituciones liberales contra la subcultura de quienes juegan siempre a fingirse agraviados para mejor agredir y agraviar al resto de la sociedad...Triunfaron en toda la línea y dejaron a los amantes del fracaso con un palmo de narices. Gran día.
No fue bonito que los diputados panistas tuviesen que recurrir a un expediente tan poco normal para defender la legalidad, pero fue necesario.
Por cierto, el PRI quedó como un partido convenenciero..., protesta guardar la ley pero sus legisladores no quisieron pagar el costo de proteger la ley y las instituciones. Mala estrategia, pésima imagen.
Nunca faltará el mediocre que encuentre consuelo en decir: "Bueno, al menos los del PRI no fueron tan estúpidos como los feligreses de López Obrador". Flaco consuelo.

Impresiones de un gran día: El éxito

Se vale disfrutar y regocijarnos con el éxito de la racionalidad y el trabajo bien hecho. Ha sido un éxito rotundo, gratificante, reparador, el primer día de gobierno del Presidente de México: Felipe Calderón. (Por cierto, la mayor parte de la "comentocracia" falló estrepitosamente otra vez...los anhelos de fracaso nacional fracasaron).

El Presidente y los navegantes sin brújula

Tal vez el lector convendrá conmigo en que si los navegantes oficiosos hubiésemos dirigido de veras la nave ya habríamos naufragado.


En la etnia de los comentaristas sabelotodos tenemos un pésimo récord de bateo. Salvo excepciones, nos fallan los pronósticos y los augurios. Tal vez por eso cada día son más frecuentes, en los púlpitos virtuales de los comentaristas – que se llaman periódicos, radio, televisión, mesa redonda, conferencia-, las diatribas contra la realidad que, terca, no se acomoda a nuestras “sabias” reflexiones. Peor para la realidad…
Pongo un ejemplo. Ayer un prestigiado diario en su sección de Negocios publicaba: “Para sorpresa de todos, 38 mil trabajadores sindicalizados de Ford aceptaron el plan de jubilación adelantada propuesto por la compañía…”
A pesar de los datos duros – como ahora se dice – las cuatro primeras palabras de la “información” matan cualquier objetividad: “Para sorpresa de todos”. Si esto fuera cierto, si todos – absolutamente todos- NO esperaban ese resultado, la información debería narrarnos algunos fenómenos milagrosos, por ejemplo: El trabajador sindicalizado Fulano sigue sin entender qué pasó y declaró: “Llegué con la firme convicción de que no aceptaría ese absurdo y ofensivo plan de jubilación y de repente, no entiendo por qué, lo acepté, hice lo que no quería hacer; peor todavía: Hice lo que todos – yo incluido- sabemos que no iba a hacer”. La clave del asunto está en ese dogmático “todos”. ¿Quién es “todos”? “Todos” es quien redactó la “información” y tal vez las fallidas fuentes – los expertos comentaristas- en que abrevó para no tomarse la molestia de preguntarle a la realidad.
Llegamos hoy en México al inicio de un nuevo gobierno. La etnia de los comentaristas dispara los más alarmantes pronósticos. Menudean, en los púlpitos de la falsa “opinión pública”, todo género de advertencias sombrías y de anuncios catastróficos. Pero en realidad lo más probable es que mañana, dentro de un año o dentro de seis años, nos “informen”: “Para sorpresa de todos – es decir, del que lanzó los terribles malos augurios y de su cofradía- las cosas no pasaron como era previsible que pasaran”. Es decir: No llegó la catástrofe anhelada, la crisis tan predicada se desinfló, la realidad volvió a burlarse del “destino”.
No hago augurios porque no creo en el destino, sino en la libertad. No soy romántico y por eso no creo saber lo que nos depara un destino inexorable. Vaya, detesto a tanto Víctor Hugo disminuido metido a comentarista. Aunque se esfuerce la etnia de los comentaristas los medios siguen siendo, para bien o para mal, pésimas imitaciones fallidas de “Los Miserables”.
El futuro será lo que nosotros hagamos de él. La mayoría de los mexicanos tenemos la suficiente generosidad e inteligencia para que nos vaya bien. Empezando por el nuevo Presidente Constitucional, Felipe Calderón Hinojosa.
Ya nos dirán, en 2012, que “para sorpresa de todos” las cosas no fueron tan terribles como “todos” habían predicho.