lunes, 4 de abril de 2005

Un amigo de la libertad

Ricardo Medina Macías

Juan Pablo II nos guío a todos, creyentes o no creyentes y aun a quienes pudimos – ¡ay! – haber desoído sus palabras, durante 26 años difíciles, apasionantes, decisivos. Su primer mensaje fue una enérgica invitación a despojarnos del miedo, para conocer la verdad y ser libres.
Este mundo es un poquito mejor y bastante más libre que hace 26 años gracias en gran medida al infatigable pontificado de Juan Pablo II.
Sería impropio e innoble “usar” al Papa que acabamos de perder para cualquier clase de alegato ideológico. Es indudable que contribuyó, en bendita hora, al derrumbe del sistema totalitario soviético, que conocía muy bien y al que denunció – como un sistema que destruía de raíz la dignidad del hombre, privándole del maravilloso don de la libertad-, pero también es cierto que adviritió con claridad (Durango, México, 9 de mayo de 1990) que sería incorrecto interpretar los entonces recientes acontecimientos de la historia – la caída del muro de Berlin – “como el triunfo o el fracaso de un sistema sobre otro”. Y advertió que no se debería “rehuir el juicio crítico necesario sobre los efectos que el capitalismo liberal ha producido, por lo menos hasta el presente, en los países llamados del Tercer Mundo”.
Juan Pablo II fue uno de los políticos más importantes del siglo XX, pero lo fue por accidente o por derivación. Su misión espiritual, su mandato recibido de lo alto, iba mucho más allá de las visicitudes de la política. Paradójicamente, su eficacia política se explica porque Juan Pablo II nunca fue un político, sino un líder religioso, dedicado a la custodia de valores eternos. También en mayo de 1990, en Monterrey, México, el Papa amigo de la verdad y de la libertad se refirió a la trascedencia (“lo que va más allá”) de los valores eternos que custodió: “La Iglesia no puede en modo alguno dejarse arrebatar, por ninguna ideología o corriente política, la bandera de la justicia (…) Precisamente por esto ha de oponerse a todas aquellas fuerzas que pretenden implantar ciertas formas de violencia y de odio, como solución dialéctica de los conflictos”.
Esta lucha contra la dialéctica del odio y de la lucha de clases debió librarla también el Papa contra el marxismo infiltrado en el seno mismo de la Iglesia, bajo la denominación equívoca de teología de la liberación. Todos recordemos la severa admonición del Papa a Ernesto Cardenal, en el aeropuerto de Managua, Nicaragua, para que abandonase su militancia sandinista, esa suerte de totalitarismo ensotanado – como le llamó Federico Jiménez Losantos -, ese repulsivo clericalismo de los curas que quieren ser políticos al servicio de ideologías enemigas de Dios y de la libertad.
Fue un amigo de la libertad, un hombre extraordinariamente bueno. Vivió y murió dando ejemplo. Fue también firme en la defensa de su Fe y de la doctrina de la Iglesia Católica. Plenamente en el mundo y, a la vez, más allá de las limitaciones y ataduras de este mundo.
Lo vamos a extrañar.

Correo: ideasalvuelo@gmail.com

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