viernes, 20 de abril de 2012

Argentina y la cultura de las estampitas

Otro ingrediente del éxito populista es la afición milagrera
de las masas supersticiosas - ¿usted y yo, incluidos?-, que cifran sus
anhelos de revancha en la estampita del ídolo.

Hoy Diego Armando Maradona podrá, por fin, cumplir su deseo de
regresar a Cuba, dizque a someterse a un tratamiento casi milagroso,
sólo posible en la gran finca de los hermanitos Castro, que lo alejará
ahora sí para siempre, prometen, de la adicción esclavizante a las
drogas.
Hace unos días David Gistau en el periódico madrileño La Razón
ironizaba que así como Víctor Hugo dijo que el primer loco que se
creyó Napoleón fue Napoleón, ahora el primer loco que se cree Maradona es ese “gremlin” esférico y sudoroso que dice ser Maradona internado en un manicomio en la Argentina.
Y como Napoleón en Santa Elena, el loco que se cree Maradona
se irá a una isla mítica y milagrera – Cuba- a seguirse creyendo el
gran Maradona, aquél que doblegó en la imaginería popular a la Pérfida
Albión con un gol, ayudado por la mano divina (dijo el mismo Pibe),
inolvidable, en el pasto del Estadio Azteca en México.
Dice el propio Gistau que muchos, tal vez millones, de
argentinos prefieren pensar en el otro Maradona –no en ese despojo del
futbolista que mueve a lástima o a irrisión- para poder seguir
creyendo en el ídolo a la altura de sus sueños de revancha. Tres
estampitas que lleva en su corazón el argentino ávido de populismo:
Evita, Gardel y Maradona.
Nadie hizo tanto por los desposeídos de este mundo como Evita…
Y lo sigue haciendo más de 50 años después de muerta. Ya se sabe que
prometió: “Volveré y seré millones…” Las pintas en los suburbios de
Buenos Aires (“¡Evita Vive!”) dan testimonio de la inmortalidad de la
estampita de la santa de los descamisados.
Nadie cantó como Gardel. Y lo sigue haciendo. Sabiduría
popular, entre los aficionados al tango, es que “Carlitos cada día
canta mejor”.
Nadie jugó futbol, dicen, como Dieguito. Y habrá de seguir
haciéndolo –sueñan- anotando eternamente el gol del desquite, el gol
milagroso, el gol que por un momento (“!detente, instante, eres tan
hermoso¡” parafraseando a Goethe) devolvió a las masas supersticiosas
al paraíso perdido, aquél donde no hay trabajo, ni esfuerzo, ni dolor,
ni escasez, ni responsabilidad, ni mérito, ni culpa (libertad tampoco
porque es un lujo inútil y pernicioso), donde el ídolo encaramado en
el Estado nos dispensará todo, munificente y generoso.
Si usted como yo piensa que toda esta superstición de los
ídolos de estampita es basura, usted –como yo- ya habrá experimentado,
en esta Hispanoamérica nuestra, el desasosiego de “estar de más”, de
ser odiado en este manicomio de los adictos a las estampitas
milagreras. Adictos al señuelo populista, adictos al cuento de
que “el pueblo” (esa entelequia) siempre tiene la razón, especialmente
cuando está bajo los efectos hipnóticos de la palabrería vana del
jefecillo de la aldea

Columna de Ideasal vuelo publicada originalmente en octubre de 2004, en "El Economista" (se llamó en la versión original: Maradona y la cultura de las estampitas).

sábado, 12 de noviembre de 2011

Apología de la tecnocracia

La crisis de la euro-zona empieza a cobrar sus primeras víctimas políticas de “alto nivel”. Tanto Grecia como Italia, nos dicen los medios, han optado, para sustituir a sus primeros ministros defenestrados por la crisis y a sus equipos de colaboradores, por llamar a los tecnócratas como solución de recambio.

¿Quiénes son los tecnócratas? Al parecer son unos demonios odiosos. Son insensibles, nos dicen. No es que tengan a la derecha, en lugar de a la izquierda, el corazón. Es que no tienen corazón estos tecnócratas. Prefieren al mercado – entidad digna de ser odiada, si las hay- y desdeñan la solidaridad. Quieren reducir las tareas del Estado a las del policía protector de los intereses, acaso sólo de los intereses de los poderosos. Y no son amigos, para nada, de echarle toda la carne al asador en materia de gasto público y subsidios a los sindicatos, a los grupos de presión, a los redentores.

Pero, y esto aún los más recalcitrantes lo admiten aunque sea de forma tácita, los tecnócratas suelen ser buenos bomberos. Como conocen el funcionamiento de los mercados, como saben “leer” la perversa mente de los inversionistas y de los adinerados que mueven las bolsas de valores y las variables financieras (tasas de interés, tasas de cambio de divisas, indicadores de confianza, valuaciones de las agencias calificadoras) saben también cómo tratarlos y apaciguarlos cuando se ponen escépticos frente a las promesas de los políticos. Saben darles señales aceptables de seguridad y confianza, en lugar de melifluos discursos.

Además, estos tecnócratas suelen valorar la honestidad intelectual y el rigor a la hora de hacer recomendaciones de política pública. Tal vez sea porque le temen al ridículo de ser llamados ignorantes o al escarnio social de ser motejados como chapuceros a la hora de elaborar el entramado racional de sus hipótesis y proposiciones, ¿quién sabe?, pero un genuino tecnócrata huye, como de la peste, de la mera posibilidad de ser acusado de tramposo intelectual. Eso los hace ser rigurosos, eludir los escapismos de la demagogia y proponer opciones duras, pero coherentes y relativamente inexpugnables desde el punto de vista racional (aun cuando en el terreno del discurso emocional, en el que la lógica se suspende y las pulsiones primarias y las hormonas mandan, sean fácilmente atacables).

No se si en verdad los tecnócratas regresan por sus fueros en Grecia, en Italia o incluso en España (habrá que esperar el expediente del 20 de noviembre de las elecciones, cuando todo parece que el PSOE y el rojerío light será reprobado y condenado a estudiar en vacaciones para pasar el examen extraordinario), pero si así es se trata de una grata noticia. Los bomberos siempre son mejor compañía, en caso de incendio, que los pirómanos

domingo, 7 de agosto de 2011

Un vino que me despaché con mi tocayo en junio

Sin ánimo de ofender a nadie...

domingo, 24 de julio de 2011

En los medios, la ética importa ¡y mucho!

Comparto con mis amigos lectores algunas reflexiones sobre el caso de los delitos que, según todos los indicios, han cometido algunos de los medios de comunicación pertenecientes al potentado de los medios Rupert Murdoch.

Primero, se trata de crímenes abominables. Ningún medio de comunicación, aun cuando esgrima en su descargo una hipócrita “autoridad moral” para escudriñar las intimidades de las personas, tiene derecho a realizar o propiciar la realización de escuchas telefónicas de conversaciones privadas o a interceptar otras comunicaciones personales (por ejemplo, correos electrónicos de familiares de víctimas del terrorismo o de acciones bélicas), y mucho menos (lo que probablemente ha sucedido, por desgracia) a extorsionar o chantajear moralmente a personajes públicos comerciando con la difusión o no del contenido de dichas comunicaciones personales.

Eso es basura y no tiene ninguna calidad periodística. Es un crimen tan abominable, a mi juicio, como el abuso sexual en contra de menores de edad o, para decirlo de forma gráfica y contundente: es tan asqueroso moralmente como la depravación de quien se atreve a satisfacer sus pulsiones enfermizas violando cadáveres.

Segundo, hay una preocupante constante en el caso de varios magnates de los medios de comunicación en todo el mundo, y a lo largo de la historia, que consiste en su arrogante sentimiento de impunidad moral. Esta arrogancia lo mismo se constata en los grandes magnates de medios de comunicación con influencia global, como Murdoch, que en caciquillos locales de los medios en cualquier país, México incluido desde luego.

Poseer el control accionario de una cadena de televisión, o de estaciones de radio o de un influyente periódico, de ninguna manera otorga una patente de impunidad moral para calumniar, destruir reputaciones, o para denigrar a personajes públicos o no tan públicos por sus defectos físicos o morales, hacer befa del prójimo y llevar a cabo un constate acoso sobre personajes públicos por razones baladíes: Fulano es demasiado gordo, Perengana es sospechosamente flaca, Zutano parece tener preferencias sexuales “raras”, Fulanito consume vino importado durante sus comidas. Eso es también basura, aunque pretenda disfrazarse con la vestimenta de “chiste” o humorismo trasnochado.

Tercero, tampoco deben otorgar patente de impunidad las columnas sin firma que difunden rumores, especulaciones, versiones no confirmadas, conjeturas calenturientas disfrazadas de noticias. Más aún: un periódico que se precie a sí mismo debería darle decorosa sepultura a tal género de resúmenes de chismes, ataques cobardes y anónimos, especulaciones apresuradas o dictadas por intereses inconfesables. Por favor, si quieren saber cómo se hace el verdadero periodismo de investigación relean con cuidado “Todos los hombres del Presidente” de Bernstein y Woodward: cualquier conjetura que no haya podido ser comprobada por tres fuentes independientes entre sí, y que no pueda firmarse con nombres y apellidos reales, no merece ser publicada.

Cuarto, de acuerdo con la sentencia clásica del periodismo: los hechos son sagrados, las opiniones son libres. Pero las opiniones libres no incluyen afirmaciones manifiestamente falsas, tergiversación flagrante de los hechos, adivinaciones febriles. Los medios deben exigir también a sus columnistas y editorialistas no confundir la libertad de opinión con la impunidad para difundir falsedades manifiestas, mentir acerca de hechos constatables, denigrar al prójimo, alardear acerca de conocimientos que obviamente no pueden tener (verbigracia: “la única razón por la que el Presidente dijo o hizo tal fue ésta o aquella”).

Quinto, las deficiencias de los medios y de los periodistas de ninguna manera justifican (¡nunca!) la intromisión de los gobiernos a través de la censura y cualquiera de sus formas disfrazadas. Preferibles mil veces los excesos de la libertad de expresión mal entendida que cualquier amago de limitación o coerción a esa libertad sagrada que debemos disfrutar todos los seres humanos, no sólo los periodistas.

Es el público quien debe dar la sentencia definitiva, auxiliado por el sentido común y por las nociones elementales de la ética. La ética cuenta ¡y mucho!

domingo, 19 de junio de 2011

¿La novela tiene que ser, siempre, de los padres?

Sobre estas cosas, se supone, no se escribe. Pero…
- “Vayamos por el regalo del día del padre”. Es una mezcla de molestia, de obligación, de culpa, de justificación frente a ellas, A y T, que se muestran más resignadas que entusiasmadas con la propuesta. Por supuesto, en este caso “el regalo del día del padre” no es para mí, sino para mi papá. Deliberación un tanto absurda: “mejor un libro que unas botellas de vino”. Claro, igual el vino es mala idea: lo acabarán disfrutando quienes no debieran, o le puede hacer daño. Sí, un libro, un par de buenos libros, es mejor.
Lo malo del asunto es que entrar a una librería con compañía es terrible. Sientes a los pocos minutos el reproche silencioso: “Bueno, y ahora ¿cuánto se va a demorar viendo títulos, leyendo las contraportadas, ojeando y hojeando?...y claro, acabará comprándose uno o más libros para sí mismo, no para el festejado…”.
Decides que lo prudente es esmerarte en seguir un criterio de eficiencia: rápido y efectivo, optimización de recursos escasos. Se trata de no rebasar la frontera, muy cercana, donde termina la tolerancia y la paciencia de las acompañantes – en especial de A-, de elegir algo que “valga la pena”, que le guste al celebrado, tu papá, y, sobre todo, de no sucumbir a la tentación de tu avidez personal de lector. Elegir es renunciar, nunca más cierto.
Las cosas no pintan mal: Mark Twain y Chesterton, perfecto. Dos, hasta tres libros muy disfrutables y llenos de intencionalidad: “Oye, papá, a tus ochenta y algo años de vida no te cae mal una inmersión en el sentido del humor inteligente, seco, sin tanta estridencia latina, de estos dos, del periodista estadounidense fundador de un género fecundo; del polemista británico genial y afilado, como daga, y de su afición a cifrar y descifrar la vida como una trama detectivesca”. Genial, asunto resuelto con eficiencia.
Pero en el camino, inexorable, se cruzó una tentación demoledora: novela corta de autor desconocido, para mí al menos, chileno, de nombre extraño (Alejandro Zambra), de título seductor: “Formas de volver a casa”, de cautivadora, convincente, descripción en la contraportada: “…habla de la generación de quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet”.
Decido con la otra mitad del cerebro, la lúdica, la que se desentiende de los deberes y de la obsesión de dar explicaciones ante el tribunal de la opinión pública: “Ésta me la llevo yo”.
Asunto concluido exitosamente. Un agente policíaco habría informado a sus jefes de esta manera: “Operativo termina conforme con los objetivos trazados por la superioridad”. Un historiador del siglo XIX habría escrito: “Las armas nacionales se han vuelto a cubrir de gloria”. Yo diría, modestamente, que otra vez me salí con la mía: cumplí con el regalo obligado, de paso me regalé – de mí para mí- una lectura que promete ser apetitosa.
Lo fue. Leí de un tirón “Formas de volver a casa”, publicada apenas en mayo de 2011, ¡el mes pasado! Me gustó tanto la pequeña novela, 164 páginas, que me puse a escribir esto.
Me gustó a pesar del enojo que me dio darme cuenta de que el autor, Alejandro Zambra, tiene sólo siete años más de edad que la mayor de mis hijas…y que yo no he logrado escribir algo parecido. Me gustó porque está muy bien escrita – refleja que la calidad de la educación en Chile está varios años luz delante de la que tenemos disponible en México-, porque tiene estilo propio, porque refleja que los cincuentones, como yo, muchas veces continuamos anclados en el siglo XX y no acabamos de entender las inquietudes, los miedos, las esperanzas, los gozos, las búsquedas de los que tienen 20, tal vez 30, años menos que nosotros (ni hablar de generaciones aún más jóvenes), me gustó, en fin, porque tiene hallazgos memorables, como este párrafo:
“La novela es la novela de los padres, pensé entonces, pienso ahora. Crecimos creyendo eso, que la novela era de los padres. Maldiciéndolos, y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer”.
Interesante reflexión para el día del padre, me parece