El bravucón que se acobardó
Es una fábula que imaginé hace unas horas y que, como buena fábula, tiene moraleja. Los lectores disculparán el extravío, pero tal vez se deba a que estuve siguiendo puntualmente las discusiones de los senadores acerca del capítulo de ingresos del programa económico para 2010. Y eso, convendrán conmigo, desquicia al más plantado. Va de cuento:
Había una vez en un pueblo de ilusos e ilusiones un bravucón, con poses y actitudes de perdona-vidas, al que todos le temían. Se llamaba, ocurrencias que tienen los padres con un barniz de aldeana admiración por las culturas clásicas, Cayo Valerio Catulo, como el célebre poeta latino. Se dedicaba al comercio de permisos y prohibiciones (lo que quiere decir que era legislador dado al tráfico de favores) y se vio en el dilema de dar su venia - o la del grupo numeroso al que manejaba- o su rechazo - o el del numeroso grupo que le seguía como dóciles corderos- a una difícil pero indispensable propuesta para cobrar más impuestos a los habitantes del pueblo.
Siempre son impopulares los impuestos, pero lo son más en pueblos ilusionados con el espejismo de que todo deben recibirlo como caído del cielo. Dada la impopularidad de la medida, Cayo Valerio se resistía a dar su brazo a torcer. Deseaba ardientemente, sin embargo, que los impuestos se aprobasen porque ello le significaría - a él y a los de su grupo- disponer de más dinero y de más poder. Y en esas cosas, dinero y poder, Cayo no dudaba: Las quería, las anhelaba, le poseían como al adicto le esclavizan sus vicios, grandes o pequeños, manifiestos o privados.
Ideó entonces Cayo, quien se calificaba a sí mismo de inteligente y astuto, la estratagema de hacer que sus adversarios le rogasen apoyar la medida. Dejó que le suplicasen y multiplicó condiciones. Por fin, parecía que contarían con su voto y el de su grupo para sacar adelante la decisión y "compartir los costos políticos" (así le decían, en aquellos lugares, a la incomodidad resultante de andar matando ilusiones) a cambio de varios favores costosos exigidos por Cayo. Pero una horas antes de que llegase el momento de cumplir lo pactado, Cayo inventó más exigencias y demandó más prebendas. Estiró la cuerda hasta que ésta se rompió.
Al final Cayo y sus huestes no votaron por el aumento de los impuestos...y Cayo no pudo cobrar favor alguno. Cuando alguien le preguntó por qué había dado su palabra si jamás pensó honrarla, Cayo le confesó: "Mi linda cara vale más que mi palabra. Tengo que cuidar mi rostro que a tantos atemoriza". Pero desde entonces la cara de Cayo, desagradable sin duda, ya no atemoriza a nadie. Las madres reprenden ahora a sus hijos cuando cuidan más "su linda cara" que su palabra: "Ten cuidado no te vaya a pasar lo que al bravucón Cayo que, por cuidar la cara, se ganó la fama de ser sólo un cobarde al que no se le puede confiar nada".
¡Qué fábula tan triste!
Había una vez en un pueblo de ilusos e ilusiones un bravucón, con poses y actitudes de perdona-vidas, al que todos le temían. Se llamaba, ocurrencias que tienen los padres con un barniz de aldeana admiración por las culturas clásicas, Cayo Valerio Catulo, como el célebre poeta latino. Se dedicaba al comercio de permisos y prohibiciones (lo que quiere decir que era legislador dado al tráfico de favores) y se vio en el dilema de dar su venia - o la del grupo numeroso al que manejaba- o su rechazo - o el del numeroso grupo que le seguía como dóciles corderos- a una difícil pero indispensable propuesta para cobrar más impuestos a los habitantes del pueblo.
Siempre son impopulares los impuestos, pero lo son más en pueblos ilusionados con el espejismo de que todo deben recibirlo como caído del cielo. Dada la impopularidad de la medida, Cayo Valerio se resistía a dar su brazo a torcer. Deseaba ardientemente, sin embargo, que los impuestos se aprobasen porque ello le significaría - a él y a los de su grupo- disponer de más dinero y de más poder. Y en esas cosas, dinero y poder, Cayo no dudaba: Las quería, las anhelaba, le poseían como al adicto le esclavizan sus vicios, grandes o pequeños, manifiestos o privados.
Ideó entonces Cayo, quien se calificaba a sí mismo de inteligente y astuto, la estratagema de hacer que sus adversarios le rogasen apoyar la medida. Dejó que le suplicasen y multiplicó condiciones. Por fin, parecía que contarían con su voto y el de su grupo para sacar adelante la decisión y "compartir los costos políticos" (así le decían, en aquellos lugares, a la incomodidad resultante de andar matando ilusiones) a cambio de varios favores costosos exigidos por Cayo. Pero una horas antes de que llegase el momento de cumplir lo pactado, Cayo inventó más exigencias y demandó más prebendas. Estiró la cuerda hasta que ésta se rompió.
Al final Cayo y sus huestes no votaron por el aumento de los impuestos...y Cayo no pudo cobrar favor alguno. Cuando alguien le preguntó por qué había dado su palabra si jamás pensó honrarla, Cayo le confesó: "Mi linda cara vale más que mi palabra. Tengo que cuidar mi rostro que a tantos atemoriza". Pero desde entonces la cara de Cayo, desagradable sin duda, ya no atemoriza a nadie. Las madres reprenden ahora a sus hijos cuando cuidan más "su linda cara" que su palabra: "Ten cuidado no te vaya a pasar lo que al bravucón Cayo que, por cuidar la cara, se ganó la fama de ser sólo un cobarde al que no se le puede confiar nada".
¡Qué fábula tan triste!
1 Comentarios:
.... y cercana.
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