martes, 19 de diciembre de 2006

Stalin no fue un chiste

Un santoral patético que se exhibe desde hace meses en la plaza principal de la Ciudad de México: Marx, Engels, Lenin y Stalin. ¿Cuándo ponen a Hitler para completar el retablo de estupideces?



En la introducción de su estupendo libro "Gulag. A history", Anne Applebaum comenta un hecho chocante: A la caída del imperio soviético, en Praga los turistas estadounidenses y de Europa occidental compraban alegremente recuerdos del régimen caído, se adornaban con la hoz y el martillo en emblemas pegados a la solapa o en camisetas o en gorras "simpáticas". A esas mismas personas les habría resultado repugnante ostentar una suástica nazi, pero avalar – así fuese humorísticamente- al terrible régimen que asesinó, torturó y deportó a campos de concentración – "de trabajo"- a millones de personas, muchas más que aquellas que Hitler alcanzó a destruir, parece inocuo y hasta ligeramente "progresista".

Entre otras muchas razones para explicar esta flagrante incongruencia moral, común en Occidente, Applebaum propone la siguiente: Nos resistimos a condenar un régimen criminal con el que, aunque sea en la retórica, tenemos simpatías. "Los ideales comunistas – justicia social, igualdad para todos- son simplemente mucho más atractivos para la mayoría en Occidente que la apología Nazi del racismo y del triunfo del más fuerte sobre el débil. Aun si la ideología comunista significa en la práctica algo muy diferente, es muy duro para los descendientes intelectuales de las revoluciones americana y francesa condenar un sistema que sonaba, al menos, similar al propio".

Leyendo ésa y otras reflexiones de Anne Applebaum recordé cómo, intermitentemente, a lo largo de este año, 2006, la plaza central de la Ciudad de México, ha estado adornada – entre otros símbolos desconcertantes- con la hoz y el martillo y con retratos, que ondean al viento, de Marx, de Engels, de Lenin y del mismísimo Stalin. Esos últimos dos, al menos, asesinos execrables; y un monstruoso enemigo de la humanidad el "padrecito Stalin". ¿Alguien osaría poner una suástica en esa plaza?, ¿alguna secta política reivindicaría a Hitler para llevar agua a su molino? No, desde luego. Y los tales símbolos no habrían durado – en caso de que algún desquiciado los enarbolara- ni unos minutos.

Sin embargo, la historia de la Unión Soviética – no sólo durante los largos años de la autocracia estalinista, sino desde 1917 hasta la disolución oficial de la URSS en diciembre de 1991- está llena de sangre y destrucción equiparables, bajo cualquier parámetro moral, con el régimen Nazi. ¿Por qué seguimos negando esa realidad terrible como si no hubiese existido?, ¿por qué somos tan despiadados con los millones de víctimas de Stalin?, ¿por qué hasta en los alegatos ante el tribunal electoral que hizo el variopinto grupo que apoyaba a Andrés M. López, se coló impune, como si fuese otra autoridad en materia de elecciones democráticas, una cita de ese asesino?

Sólo dos palabras que deberían hacer que se les cayera la cara de vergüenza: Deshonestidad intelectual.

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