Productividad gubernamental: La experiencia de NZ (I)
Los auditores contables verifican el uso honesto de los recursos públicos, pero el Parlamento, como representante de la sociedad, evalúa los resultados de la gestión en términos de productividad.
Desde la década de los años 80, Nueva Zelanda inició una novedosa reforma presupuestaria (o “presupuestal” que es el adjetivo al uso en México, aceptado por la Academia de la Lengua) que terminó siendo ambiciosa redefinición de la administración pública y del Estado mismo, de las relaciones entre el poder público y la soberanía que radica en los ciudadanos.
Esta reforma, que ha cosechado frutos abundantes tanto en términos de la democracia efectiva como de la productividad gubernamental, ha sido motejada – no sin cierto ánimo despectivo- de reforma “gerencial” del gobierno. Los resultados, sin embargo, han sido lo suficientemente contundentes para desautorizar cualquier calificación despectiva nacida de prejuicios ideológicos. Hoy en Nueva Zelanda el ciudadano común sabe con certeza si el gasto público está dado resultados tangibles y sabe, con igual certeza, no sólo si el gasto público se ejerce con honradez contable, sino que tiene, a través del Parlamento, los instrumentos adecuados para otorgar premios o castigos a los funcionarios que ejercen el gasto.
Puede decirse que esta reforma nació del paradigma del banco central. Me explico: El objetivo único – y por esa misma razón, prioritario- del banco central es salvaguardar el poder adquisitivo de la moneda de curso legal. El cumplimiento de ese objetivo constitucional es mensurable en términos de inflación, la tasa de crecimiento del índice de precios al consumidor, y por tanto es susceptible de fijarse “ex ante” – antes de los hechos- por el propio administrador, que sería en este caso el presidente o director del banco central, y por los representantes de los ciudadanos, los miembros del parlamento. De aquí nace una relación contractual entre el funcionario público (la cabeza del banco central) y la ciudadanía: “Tu contrato, funcionario público, es temporal y su permanencia, así como la permanencia de las prerrogativas del cargo (por ejemplo, la pensión), está supeditada al cumplimiento de unos resultados perfectamente mensurables y objetivos: Una tasa de inflación anual o trimestral de tanto por ciento, con estos márgenes de variación (por ejemplo: tres por ciento anual, con margen de más uno o menos uno puntos porcentuales); si cumples la meta, conservas el cargo y sus prerrogativas, si no la cumples pierdes el cargo y las prerrogativas que conlleva el cargo”. Fracasar, por cierto, incluye no sólo tal pérdida sino el tremendo desprestigio ante la opinión pública.
¿Qué pide el administrador público, en este caso quien encabeza el banco central, a cambio de estas condiciones contractuales? Muy sencillo, autonomía de gestión: “Déjenme utilizar todas las herramientas lícitas para lograr tal objetivo”.
Traslademos este ejemplo del banco central a toda la administración pública y tendremos la esencia de la exitosa reforma del Estado que llevo a cabo Nueva Zelanda
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