lunes, 13 de febrero de 2006

De la (mala) educación civilizadora

De cómo un niño peruano en los años 50 recibió – como tantas generaciones de latinoamericanos- una lección práctica, implacable – que nunca impecable- de incivilidad omnipresente.


No debería sorprenderme, pero lo hace. No debería divertirme, porque es una experiencia – como miles o millones – amarga, pero la cuenta tan bien, con tanta gracia, Alfredo Bryce Echenique que sí, lo confieso, me divierte…, y me entristece.
Son los años 50, un niño peruano de las mejores familias limeñas, Alfredo Bryce Echenique, viaja en un ómnibus de la línea Orrantia del Mar- Avenida Salaverry – Avenida Abancay, mejor conocida simplemente como “Orrantia-Abancay”, en la que los “furibundos choferes a veces literalmente se zurraban en las leyes del tráfico y se lanzaban a las más vertiginosas y criminales carreras contra nadie”. Así es como narra – décadas después – esa inolvidable experiencia formativa o deformante, según se vea:
“Recuerdo, incluso que, una vez, un policía que viajaba en el ómnibus, se incorporó de su asiento y le rogó al chofer que disminuyera la velocidad. Ante mi espanto de niño, sentadito y solo, ahí al ladito, nomás, el chofer amenazó de muerte al policía, si no cerraba el hocico y volvía a sentarse en su sitio. La autoridad se vino abajo, ante mis ojos y oídos, obedeció aterrada, y yo me convertí en niño-estatua sordo y mudo y probablemente ciego, también, un poco por la piedad que me inspiró la autoridad caída y otro mucho por terror a que el criminaloso chofer se fijara también en mi existencia y me preguntara, por ejemplo, si estaba de su parte o de la del cretino del tombo de mierda ese que había intentado meterse en su vida privada. Su vida privada éramos el ómnibus a unos ciento cincuenta kilómetros por hora, en plena ciudad, y los aterrados pasajeros se entiende”.

Ese es el tipo de educación cívica práctica que hemos recibido millones de latinoamericanos – habrá sus excepciones, claro- a lo largo de varias generaciones: En ciertos momentos y ante ciertos personajes (no sólo ante choferes de ómnibus, o ante patibularios personajes del hampa impune sino hasta ante elegantes señores de traje y corbata, con puro en la boca) la autoridad formal – cívica, civilizada, para dirimir controversias sin gritos ni sombrerazos – se desvanece, se esfuma, dejándonos en el desamparo, mudos, sordos, ciegos, niños-estatua que temen hasta respirar para no incordiar a los violentos que han vomitado su amenaza.
Esas experiencias pueden más que diez años de clases de civismo, que debiéramos llamar de civilización.
A veces, algunos días, se reviven esas clases prácticas de incivilidad, o de “no te metas con la impunidad de los violentos”, para que nadie por estos rumbos se vaya a creer la historia de la legalidad, el Estado de Derecho, el respeto debido a la autoridad constituida y/o electa…
Entonces uno se pregunta cuándo, ¡por Dios!, ya no habrá que elegir entre convertirse en niños-estatua (que no ven, no oyen, no hablan) o hacerla de héroes más o menos suicidas.

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