lunes, 27 de febrero de 2006

El problema del “déspota benevolente”

Un sistema en el que el poder está dividido y sujeto a contrapesos eficientes resulta siempre mejor, para contribuyentes y ciudadanos, que un sistema en el que el poder sea indiviso.


Los contrapesos efectivos y eficientes al poder son tanto o más importantes en una democracia que el respeto al sufragio individual.
Por alguna razón, que valdría la pena estudiar detenidamente, durante las campañas electorales los candidatos suelen configurar sus mensajes al electorado como si lo que estuviese en juego fuese la elección de un déspota más o menos benevolente o altruista. El candidato “ideal” en esta lógica sería el déspota más benevolente, no el candidato mejor dispuesto a someterse al contrapeso y control por parte de los otros poderes formales e informales (si estamos hablando de la elección de un Presidente, por ejemplo, esos otros poderes serían el legislativo, el judicial e, informalmente, el poder de la opinión pública, de los mercados financieros y de bienes y servicios, de las llamadas sociedades intermedias y otros).
Una buena parte de las propuestas de los candidatos a la Presidencia en México, por ejemplo, son inviables o cuando menos están seriamente condicionadas a factores que escapan al control del Poder Ejecutivo Federal. Sin embargo, se aceptan acríticamente como presuntos “programas de gobierno”.
Cito un ejemplo obvio: En el noticiario estelar de Televisa se sometió a los candidatos a un extenso interrogatorio que versó, en la mayor parte de las preguntas, sobre tópicos irrelevantes para la decisión del elector (digamos, la religión del candidato) o acerca de asuntos en los que son otros poderes – especialmente el legislativo- quienes tendrían la última palabra (digamos, la despenalización del aborto o la legalización de las drogas); asuntos, además, que en términos prácticos son sólo marginalmente relevantes para los electores.
Nunca se preguntó, por ejemplo, acerca de asuntos cruciales en los que el Ejecutivo tiene un poder relevante – a veces, hasta exorbitante- como son la política cambiaria, la política regulatoria (que puede imponer o derribar barreras de entrada en casi todos los mercados), el ejercicio del gasto público o la autonomía de órganos de gobierno que debieran estar exclusivamente dedicados a garantizar los derechos de propiedad y el cumplimiento de los contratos (el SAT, la Consar, la CNBV) o la confiabilidad de la información estadística pública (el INEGI).
A mi juicio, los candidatos menos confiables para el elector son aquellos que incurren cotidianamente en promesas grandilocuentes, que rebasan peligrosamente el campo de acción que es deseable para un Presidente en una democracia. Dicho en breve: Desconfiemos de quienes nos dibujan mundos modélicos que sólo serían factibles – y eso en teoría – en una dictadura. No se trata de elegir a quien se ostenta como el más benévolo de los déspotas posibles, sino a un modesto titular de un Poder Ejecutivo, acotado por otros poderes, que garantice la libertad, la seguridad, los derechos de propiedad y el respeto irrestricto a la ley.

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