Más acerca del “déspota benevolente”
La tentación es perfectamente explicable: ¿No estaríamos mejor si un hombre bueno tuviese el máximo poder en el gobierno para hacer el bien?, ¿no se trata en última instancia, hablando de las tareas de gobierno, de la lucha entre los “buenos” y los “malos”?
Fuera del gobierno, el ciudadano, en la medida que está más o menos informado, intuye que muchas cosas funcionarían mejor si los “buenos” pudiesen imponerse a los “malos”.
Dentro del gobierno la sospecha se confirma: Todos los días hay batallas sordas – digamos, por la aprobación de una ley que se sabe que será benéfica para el país, por la aplicación de otra ley a la que se resiste un grupo minoritario pero poderoso, por el diseño de políticas públicas que serían mucho mejores si en el último momento no se hubiesen desviado por los intereses de don Fulano o del partido Mengano- entre “buenos” y “malos”. Y, no hay que engañarse, los “malos” muchas veces ganan la partida.
El sistema de pesos y contrapesos de poder, propio de una democracia, parece entonces – ante esas batallas perdidas y desgastantes, frustrantes y tal vez inútiles- como un estorbo. ¿No estaríamos mejor si los “buenos” tuviesen el poder, todo el poder, y no tuviesen que negociar con los “malos” (que, por definición, traicionan y mienten, nunca muestran todas sus cartas) armados tan sólo con poderes legales, que son limitados y hasta paralizantes, sujetos, los “buenos” a diferencia de los “malos”, a un escrutinio constante y feroz de la opinión pública?
Sí, la tentación de invocar un “déspota benevolente” como respuesta es muy poderosa, seductora. Tiene el atractivo de que promete ser eficaz, práctica y hasta reivindicadora del bien.
Sin embargo, como muchas otras tentaciones seductoras, es una tentación – la de invocar o desear a un “déspota benevolente” en el poder- esencialmente falsa y terriblemente peligrosa.
Hay al menos tres objeciones formidables, irrecusables, frente a tal tentación: 1. No somos gobernados por ángeles; los hombres y las mujeres en el poder – aun los más bondadosos- persiguen también su interés personal, 2. El poder sin contrapesos es inhumano, mata – aun en la hipótesis imposible de la absoluta benevolencia del déspota- el bien más preciado: la libertad, 3. Ni el personaje más sabio sabe más que millones de hombres y mujeres libres lo que más les conviene, en cada situación concreta, a esos millones de seres humanos.
Primero, ¿realmente existen déspotas que a la vez sean benevolentes y procuren (el verbo es importante) siempre el bien colectivo?
Segundo, ¿realmente basta con acumular el máximo poder para hacer (el verbo es importante) siempre el bien?
Tercero, aún si existiesen los déspotas benevolentes, ¿además de benevolentes serían, más que inteligentes, omniscientes?, ¿dispondrían de toda la información sobre todas las variables para suplir con eficacia el concurso de millones de inteligencias y voluntades libres de la sociedad?
Mañana seguimos con el problema del “déspota benevolente”.
Fuera del gobierno, el ciudadano, en la medida que está más o menos informado, intuye que muchas cosas funcionarían mejor si los “buenos” pudiesen imponerse a los “malos”.
Dentro del gobierno la sospecha se confirma: Todos los días hay batallas sordas – digamos, por la aprobación de una ley que se sabe que será benéfica para el país, por la aplicación de otra ley a la que se resiste un grupo minoritario pero poderoso, por el diseño de políticas públicas que serían mucho mejores si en el último momento no se hubiesen desviado por los intereses de don Fulano o del partido Mengano- entre “buenos” y “malos”. Y, no hay que engañarse, los “malos” muchas veces ganan la partida.
El sistema de pesos y contrapesos de poder, propio de una democracia, parece entonces – ante esas batallas perdidas y desgastantes, frustrantes y tal vez inútiles- como un estorbo. ¿No estaríamos mejor si los “buenos” tuviesen el poder, todo el poder, y no tuviesen que negociar con los “malos” (que, por definición, traicionan y mienten, nunca muestran todas sus cartas) armados tan sólo con poderes legales, que son limitados y hasta paralizantes, sujetos, los “buenos” a diferencia de los “malos”, a un escrutinio constante y feroz de la opinión pública?
Sí, la tentación de invocar un “déspota benevolente” como respuesta es muy poderosa, seductora. Tiene el atractivo de que promete ser eficaz, práctica y hasta reivindicadora del bien.
Sin embargo, como muchas otras tentaciones seductoras, es una tentación – la de invocar o desear a un “déspota benevolente” en el poder- esencialmente falsa y terriblemente peligrosa.
Hay al menos tres objeciones formidables, irrecusables, frente a tal tentación: 1. No somos gobernados por ángeles; los hombres y las mujeres en el poder – aun los más bondadosos- persiguen también su interés personal, 2. El poder sin contrapesos es inhumano, mata – aun en la hipótesis imposible de la absoluta benevolencia del déspota- el bien más preciado: la libertad, 3. Ni el personaje más sabio sabe más que millones de hombres y mujeres libres lo que más les conviene, en cada situación concreta, a esos millones de seres humanos.
Primero, ¿realmente existen déspotas que a la vez sean benevolentes y procuren (el verbo es importante) siempre el bien colectivo?
Segundo, ¿realmente basta con acumular el máximo poder para hacer (el verbo es importante) siempre el bien?
Tercero, aún si existiesen los déspotas benevolentes, ¿además de benevolentes serían, más que inteligentes, omniscientes?, ¿dispondrían de toda la información sobre todas las variables para suplir con eficacia el concurso de millones de inteligencias y voluntades libres de la sociedad?
Mañana seguimos con el problema del “déspota benevolente”.
1 Comentarios:
Añadiría otra objeción. En la medida en que el despota concentra poder se incrementa la magnitud y el alcance de los daños que generan sus desaciertos.
Si un ciudadano o empresa se equivoca al asignar recursos a un proyecto que resulta desafortunado, se dañará el patrimonio del ciudadano o de la empresa. El patrimonio de terceros por lo general no es dañado y si tal daño sucediera, en un estado de derecho, existirían vias para reclamar la reparación de dicho daño.
En cambio si un déspota decide dirigir el uso de los recursos públicos hacia un proyecto que (a pesar de sus buenas intenciones) resulta desafortunado, terminará afectando el patrimonio de todos los ciudadanos sin que exista posiblidad de buscar compensación alguna.
Los costos de los errores del despota solo estarán limitados por el poder que este concentra, si su poder es ilimitado, la dimensión del daño que ocasionen sus errores también puede llegar a serlo.
No bastaría con que el despota fuera benévolo, también tendría que ser infalible.
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