jueves, 24 de agosto de 2006

El subdesarrollo y la discusión interminable

El síndrome de “la discusión interminable” que nos mantiene en el subdesarrollo se caracteriza por el falso debate de propuestas que entre sí son irreductibles, porque se enfrentan creencias y deseos contra hechos y pruebas empíricas; discursos moralistas de ideales contra estrategias pragmáticas.


Es un pésimo síntoma que en México sigamos discutiendo las mismas cosas que hace 50 años. Por ejemplo, si la ley puede estar supeditada a las exigencias coyunturales de una vaga “justicia social” o si medidas de estricta racionalidad económica – como el equilibrio en las finanzas públicas – deben ser desechadas porque se les asocia automáticamente con postulados presuntamente ideológicos de “la derecha” o “la reacción”.
Por supuesto, son discusiones sin solución en la medida que una de las partes del debate acumula creencias, mitos, dogmas ideológicos, preferencias emocionales y la otra parte sostiene datos, verificaciones empíricas o racionales, hechos, comparaciones mensurables.
Valga el ejemplo: Ponga usted a debatir a un cardiólogo con un doctrinario religioso que sostiene que en esa víscera que llamamos corazón, en ese sitio físico y tangible, radica el alma de una persona. No hay entendimiento posible porque cada vez que el cardiólogo dice “corazón” está hablando de una “bomba de sangre” y el doctrinario se subleva porque entiende que el corazón sólo puede ser, sólo debe ser “reunión de afectos”.
¿Ridículo? Piense en quien sostiene – contra toda evidencia empírica y argumento racional- que un superávit en las finanzas públicas es indeseable porque “produce menor actividad económica, desempleo y pobreza”. Múltiples ejemplos a lo largo de la historia y a lo ancho del mundo demuestran que esa creencia es falsa; que, por el contrario, los superávit fiscales se asocian no sólo con estabilidad sino con crecimiento económico y hasta con abatimiento de la pobreza. Pero ese montón de evidencias nada pueden frente a la convicción, casi religiosa, de que un mayor gasto público – un gasto público deficitario- provoca expansión económica y genera empleos.
Si a esto se le añade el poderoso incentivo del interés (por ejemplo, que quien es partidario del gasto público deficitario es también un profesor de una universidad pública que se beneficia directamente de los subsidios gubernamentales a la educación superior), el debate no sólo es insoluble, sino que está plagado de trampas de deshonestidad intelectual: retorcimiento de datos y hechos para que se ajusten a nuestros deseos; reparto de bendiciones falsamente “científicas” desde la patente de impunidad que otorga el prestigio social de la cátedra. (Por ejemplo: La “máxima casa de estudios” como equivalente del Santo Oficio).
Todo esto nos atrapa, fatalmente, en el subdesarrollo. Las reformas indispensables para disparar y sostener el crecimiento económico son estigmatizadas desde la trinchera del dogma atado y bien atado (vea usted cuánta gente opina lo que opina no porque sea verosímil o lo haya comprobado científicamente, sino porque tal opinión es “de izquierda” y yo, nos dicen, “siempre he sido de izquierda”), y por si fuera poco generosamente lubricado por el interés particular.

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