El terror: Receta para mantener el fervor
El agitador social auténtico no tiene derecho al descanso. Lo peor que le puede suceder es que decaiga el fervor de los seguidores. Y entonces – la historia nos lo enseña- sólo el terror es eficaz para que la odiosa normalidad no le gane la batalla.
Una de las cualidades más admirables de los británicos es su apego inalterable a la normalidad. Por eso son un hueso duro de roer para los terroristas. Atacados brutalmente, se levantan serenos, lloran a sus muertos, atienden a sus heridos y se ponen a trabajar. El caos no pasará.
Ahora, veámoslo desde el otro punto de vista, desde la abominable perspectiva del agitador permanente, de quien ha hecho razón de su vida generar la anomalía constante, el desasosiego incesante, el trastorno sin pausa. Su peor enemigo es, precisamente, la normalidad. El líder iluminado no puede permitir que decaiga el fervor de los militantes y de los seguidores. Debe ser una tarea agotadora porque, salvo el caso de los dementes irremediables, tendemos a la normalidad y no estamos hechos para la exaltación sostenida a lo largo del tiempo. ¡Qué angustiosa debe ser para el agitador permanente la tarea de mantener vivo el fervor!, ¡qué inquietante debe ser, para él, ver que su gente se cansa de tener los puños levantados!
Stalin es un caso ejemplar. Sin las dotes intelectuales y oratorias de un Lenin o de un Trotski tuvo siempre, a diferencia de ellos, la mecha encendida. Nunca tomaba vacaciones; detestable hábito de normalidad que causó no pocos problemas justamente a Lenin y a Trotski. Hasta un simple intercambio de bromas y chanzas con algún camarada era visto, interpretado, clasificado, en clave revolucionaria y paranoica. Cuenta Martin Amis (en "Koba el temible. La risa y los veinte millones") la siguiente anécdota sobre Stalin (su otro apodo era Koba, personaje de una tragedia georgiana):
"- Déjalo, Koba, no te pongas en ridículo. Todo el mundo sabe que la teoría no es tu fuerte.
"La observación salió de labios del viejo y sabio comunista David Riazonov. La ofensa le costó cara".
Años más tarde, Stalin se encargó de que, mediante terribles torturas, un protegido de Riazonov (de apellido Rubin) le acusara de conspirador menchevique y de poseer documentos que lo comprobaban. "No los encontraréis, salvo que vosotros los hayáis puesto allí" dijo Riazonov cuando el Politburó lo mandó llamar. Fue destituido, expulsado del Partido y confinado. Acabó fusilado.
"Déjalo, Koba". No, Stalin no lo podía dejar. El fervor no debía decaer. La respuesta fatal para mantener el fervor es ejercer una política implacable y constante de terror.
Ya lo veremos, ¡ay!, por desgracia.
Por eso, porque es la mejor respuesta frente al terror, admiro ese apego inalterable de los británicos por la normalidad.
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