El libro, competencia monopolística
La industria editorial funciona de acuerdo a lo que técnicamente los economistas llaman un modelo de competencia monopolística – similar al de la industria farmacéutica- que es, por decirlo así, un modelo a medio camino entre el monopolio y la competencia perfecta.
Edward Chamberlin (1866-1967) hizo una gran aportación a la economía con su teoría de la competencia monopolística (1933) que señala que en algunas industrias los bienes o servicios son de carácter heterogéneo o claramente diferenciado de forma que no existen sustitutos idénticos y la elasticidad precio-demanda es menor que en un modelo de competencia perfecta. Tal es el caso de los libros.
Más tarde, en 1977, Avinash Dixit y Joseph Stiglitz profundizaron la teoría de la competencia monopolística estudiando en qué condiciones dicho modelo puede lograr una óptima variedad de productos heterogéneos.
Los libros de texto de microeconomía señalan que la competencia monopolística tiene tres de los cuatro elementos de la competencia perfecta: 1. Hay varios productores en competencia, 2. Hay varios consumidores que demandan los productos o servicios y 3. No hay barreras de entrada o salida para producir u ofrecer el bien o servicio. La única característica distintiva es que los consumidores tienen preferencias claramente definidas (yo prefiero leer a Zaid que a Monsiváis, como escribí ayer) y los oferentes – digamos, autores, editores y libreros- diferencian claramente sus productos.
Cuando Manolito le pregunta a Mafalda qué le va a regalar a su mamá y Mafalda le responde que un libro, Manolito se enoja: “¡No mientas!, cómo si no supiera que tu mamá ya tiene uno”. Manolito, en su abismal incultura, creía que el libro era un “commodity”. No conocía la unicidad de cada libro, en cuanto producto cultural: oferta cifrada que demanda ser descifrada.
La propuesta de establecer un precio único para el libro, de forma que por ley se prohibían los descuentos y otras promociones equivalentes, como “tres por el precio de dos”, pretende terminar con la competencia monopolística, en la que a la postre sí hay competencia por precios en beneficio del consumidor, para imponer una práctica monopolística pura y dura. Cada cual es libre, como autor o como editor, de fijar un precio inamovible – si le place- para su producto, pero no tiene derecho a imponer esa misma práctica para los productos de los demás.
Si el editor Zutano impone la condición de que sus libros no pueden venderse a descuento está en su derecho de hacerlo (y los distribuidores ya verán si aceptan o no esa condición), pero extender la prohibición de hacer descuentos al resto de los editores actuales y potenciales significa establecer una barrera de entrada al mercado y legalizar una práctica monopolística en detrimento de los consumidores. Si yo mañana, como distribuidor, decido vender los libros de Dan Brown con pérdida para deshacerme de costosos inventarios estoy en derecho de hacerlo, siempre y cuando yo asuma esa pérdida y liquide al editor el precio de distribuidor previamente pactado.
1 Comentarios:
Las reacciones de los intelectualoides al veto del Presidente Fox sobre dicha ley me parece de lo más bochornoso de todo este asunto. El libro es una mercancía, así lo haya escrito Juan García Ponce o Guadalupe Loaeza, y si no tiene demanda seguramente será rematado de acuerdo al criterio de quien lo vende, y no del mayorista o productor.
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