miércoles, 29 de noviembre de 2006

“El día que mueras habrá una gran fiesta” (algo más)

De inmediato alguien, un especialista en revelar la realidad haciéndola novelada, pidió leer más. Bueno, otro fragmento y ya. Cuando esté lista, si algún día lo está, la novela verá la luz.


Estoy parado en medio de la celda. Un paso largo y topo con la gruesa puerta de metal. Tiene una mirilla en medio. Sí, a la altura de mis ojos. Mido (hasta donde recuerdo porque dicen que en estos hoteles de lujo uno se va haciendo más corto) un metro con 73 centímetros. Calcule el hipotético lector que la mirilla está a metro y medio del suelo. De vez en vez te sientes observado. Es una de tantas trampas. Acabas obsesionado a la espera de la siguiente visita de esos ojos anónimos y tratas de adivinar si es el ojo del carcelero malo o el ojo del carcelero bueno el que te observa por ese orificio. Tal vez sea algún prohombre de la revolución que quiere ver en qué condiciones está el tal Molina. El escritor. El palabrero. Mira dónde acabaste por bocón, hermano.
Un día imaginé que quien me observaba era el mismo bicho inmundo. Y le grité: “¡Traidor, da la cara!, ¡mátame de una vez con tus manos!, ¡deja de jugar al civilizado, que nadie te lo cree!” Imaginé entonces, febril, que la puerta se abriría y recibiría, otra vez, una andanada de golpes y patadas. Escupitajos. Insultos. Amenazas. No pasó nada y el terror fue peor porque sabía que me habían escuchado. Si la puerta no se abrió es que, en efecto, detrás de ella estaba el mismo Fidel. Y me cobrará la osadía. Él no se ensucia las manos. Es abogado y se parapeta tras una fachada legalista. Ha hecho las leyes a su medida. Les costó lo suyo fabricarnos los cargos de traidores. Hasta logramos que él acudiera al tribunal a testificar en nuestra contra. Mentira que decía, mentira que a gritos le refutaba mientras el juez manoteaba y me ordenaba callar. Le falló la jugada a Fidel. Jamás volverá a presentarse en un juicio (…) No se arriesgará a que otro compañero de lucha le recuerde sus ataques de cobardía, allá en la sierra, cuando “el gran comandante” se hacía un ovillo en la trinchera, cuan largo es, apenas escuchaba el ruido de los aviones de Batista.
Si doy dos pasos hacia atrás chocaré con la pared. Si extiendo los brazos, la punta de los dedos de cada mano queda a escasos centímetros de cada una de las paredes laterales. A mi izquierda – estoy viendo al frente de la celda, hacia esa odiosa plancha de metal con su mirilla insolente-, está mi cama, mi mesa, mi silla. Todo en uno. Es una plancha de concreto a unos treinta centímetros del suelo. Ahí me siento. Ahí me acuesto. Ahí pongo los codos cuando, hincado, escondo la cabeza entre las manos y me pongo a llorar o a rezar.

1 Comentarios:

Blogger J.S. Zolliker dijo...

caray, mi estimado Ricardo, ahí te va mi deseo de año nuevo: espero que tengas suficiente para que ya no trabajes un tiempo y puedas dedicarle a esta novela, que al menos en dos pequeños adelantos, atrapa, entretiene y encanta por el buen manejo del lenguaje, la narrativa y prosa. De corazón, no por ti sino por el mundo de los lectores, espero tengas suficiente para que ya no trabajes por un tiempo...

noviembre 30, 2006  

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