lunes, 24 de octubre de 2005

Comentario de Alejandro Casillas sobre los "descubrimientos múltiples"

A propósito de la relativamente 'vieja' y fructífera discusión sobre una observación de Kundera - que puede consultarse en este sitio- recibí este interesante mensaje de Alejandro Casillas Moreno. Vale la pena leerlo y disfrutarlo.

Estimado Ricardo:

Hace unos días recibí de España un libro que durante mucho tiempo había querido leer, El pulgar del panda de, tal vez, el más admirable y serio científico divulgador de la ciencia, Stephen Jay Gould, muerto hace unos cuantos años -cuya biografía y tratamiento personal e intelectual ante un cáncer extrañísimo veinte años antes de su muerte, por otras causas, puede ser fuente de inspiración para los que padecen enfermedades fatales. Hay un ensayo de él que trata sobre ese asunto: The median isn´t the message-. Mi sorpresa fue mayúscula al llegar al interesantísimo 4° ensayo del que te transcribo sólo unos cuantos párrafos más adelante. Se trata ahí, pero sólo al comienzo del ensayo, de un asunto que te expuse hace uno o dos meses en ocasión de una crítica que habías hecho a una afirmación de Milan Kundera respecto a la originalidad o unicidad de las ideas. Me encantó y sentí una íntima satisfacción al encontrarme coincidiendo con mi admirado Jay Gould.

Yo creo que hay que distinguir campos: uno es el de la ciencia donde el ejemplo de Darwin y Wallace es emblemático y otro el de la literatura, por ejemplo. En la ciencia y la tecnología perfectamente pueden ocurrir "múltiples" o hasta simultáneos descubrimientos. En la literatura no. Salvo, claro, en la composición de El Quijote, como nos informa Borges en Pierre Menard, autor del Quijote.

Te mando un afectuoso saludo.

Alejandro.



La selección natural y el cerebro humano: Darwin frente a Wallace (4° ensayo de El pulgar del panda)


Stephen Jay Gould



En el cuarto brazo del crucero de la catedral de Chartres, la más desconcertante de todas las vidrieras medievales retrata a los cuatro evangelistas como enanos sentados sobre los hombros de los cuatro profetas del Antiguo Testamento: Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. La primera vez que vi esta vidriera en 1961, siendo aún un engreído estudiante universitario, pensé inmediatamente en el famoso aforismo de Newton ("si he podido ver más lejos, ha sido irguiéndome sobre los hombros de gigantes") y me imaginé que había realizado un gran descubrimiento al dar con esta falta de originalidad. Años más tarde, muchísimo más humilde por una serie de razones, me enteré de que Robert K. Merton, el celebrado sociólogo de la ciencia de la Universidad de Columbia, había dedicado todo un libro a los usos prenewtonianos de la metáfora en cuestión. Su título es, apropiadamente, On the Shoulders of Giants. De hecho, Newton remonta el bon mot hasta Bernard de Chartres en 1126 y cita a varios académicos que creen que los vitrales del gran transepto, instalado tras la muerte de Bernard, representan un intento explícito de inmortalizar en cristal su metáfora.



Aunque Merton construye sabiamente su libro como un delicioso paseo por la vida intelectual de la Europa medieval y renacentista, plantea una cuestión seria. Merton ha dedicado gran parte de su trabajo al estudio de los descubrimientos múltiples en la ciencia. Ha demostrado que casi la totalidad de las grandes ideas surgen más de una vez, independientemente y, a menudo, prácticamente al mismo tiempo; y que los grandes científicos están insertados en sus culturas, no divorciados de ellas. La mayor parte de las grandes ideas están en el aire, y hay varios estudiosos agitando sus cazamariposas simultáneamente.



Uno de los más famosos "múltiples" de Merton reside en mi propio terreno de la biología evolutiva: Darwin, por narrar la ya famosa historia con brevedad, desarrolló su teoría de la selección natural en 1838 y la expuso en dos bocetos inéditos de 1842 y 1844. Seguidamente, sin dudar ni por un momento de su teoría, pero temeroso de exponer sus implicaciones revolucionarias, pasó a cocerse en su propio jugo, remolonear, esperar, meditar y recoger datos durante otros quince años. Finalmente, ante la insistencia de sus amigos más próximos, empezó a trabajar sobre sus notas, con la intención de publicar un voluminoso texto que hubiera sido cuatro veces más largo que el Origen de las especies. Pero, en 1858, Darwin recibió una carta y un manuscrito de un joven naturalista, Alfred Russel Wallace, que había desarrollado independientemente la teoría de la selección natural mientras yacía enfermo de paludismo en una isla del archipiélago malayo. Darwin se quedó anonadado por la detallada similitud entre los dos trabajos. Wallace incluso llegaba a citar su misma fuente de inspiración, una fuente no biológica, el Ensayo sobre la población, de Malthus…

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