Populismo y “pensamiento mágico”
Las propuestas del populismo suelen pasar la prueba de la popularidad en la misma medida que niegan las duras limitaciones de la realidad.
Por supuesto, tienen razón aquellos como Enrique Krauze – ver su colaboración del domingo pasado en el diario “Reforma”- que advierten de los efectos disolventes del populismo sobre la democracia. Más aún: El populismo tiene efectos disolventes sobre la capacidad cognoscitiva de los individuos que sucumben a su embrujo.
Hace unos años, Raúl Alfonsìn – quien compite por uno de los primeros lugares entre los mandatarios más nocivos que ha tenido la Argentina; un concurso muy reñido, por cierto-, justificó una propuesta disparatada que hizo sobre la deuda pùblica de su país (ignorarla) exclamando: “¡Qué lindo que sería que no tuviésemos deuda!”. Es una confesión invaluable del mundo de ilusiones en que florece el populismo.
Una ilusión, en buen castellano, es “concepto, imagen o representación sin verdadera realidad sugerida por la imaginación o causada por un engaño de los sentidos”. Pero tambièn es, segunda acepción que consigna el diccionario, “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”. Sucumbimos a la ilusión – engaño- en el primer significado a causa de “lo lindo que sería” – segundo significado- si se cumpliese. En otras palabras: Engañamos y nos dejamos engañar – negamos la dura realidad- en la misma medida que la ficción nos resulta deseable.
La realidad nos impone límite desagradables – muerte, enfermedad, dolor, fatiga, fugacidad, caducidad, escasez- que podemos evadir, ilusoriamente, recurriendo a la imaginación. Al copretérito lúdico: “Que yo era invencible, que yo tenía todo el dinero del mundo, que yo era eternamente joven y apuesto, que yo era incansable, que yo vencìa a los malos, que yo atrapaba a los ladrones, que yo terminaba con la corrupción…”
Por otra parte, toda política es a final de cuentas política fiscal: Recaudación y asignación de recursos pùblicos. Siendo el populismo ante todo una política pùblica, es una determinada política fiscal fundada en la ilusión y en el engaño. El primer engaño (autoengaño consentido) del populismo consiste, precisamente, en negar la escasez y los principios que de ella se derivan: Costos de oportunidad, ley de oferta y demanda, los imperativos de la productividad. De ahí que las propuestas populistas no resistan un riguroso examen lógico; tropiezan invariablemente en la relación entre las causas y los efectos, o incluso llegan al extremo de desconocer el más elemental principio de causalidad. Nos ofrecen efectos sin causa, o al menos sin causa proporcionada.
Ejemplos recientes: “Si yo me ahorro en sueldos 5 pesos voy a tener 100 pesos más gastar” (desproporción entre causa y efecto), “puedo financiar pensiones sin límite sin necesidad de generar los recursos que las sostengan” (efecto sin causa).
Se vale soñar, sí. Siempre y cuando los sueños y las ilusiones no sean vistos como realidades duras, ni sean la única fuente de las políticas públicas. Los sueños – de opio, de grandeza, de rencor- han alimentado los más grandes desastres evitables en muchas naciones.
Por supuesto, tienen razón aquellos como Enrique Krauze – ver su colaboración del domingo pasado en el diario “Reforma”- que advierten de los efectos disolventes del populismo sobre la democracia. Más aún: El populismo tiene efectos disolventes sobre la capacidad cognoscitiva de los individuos que sucumben a su embrujo.
Hace unos años, Raúl Alfonsìn – quien compite por uno de los primeros lugares entre los mandatarios más nocivos que ha tenido la Argentina; un concurso muy reñido, por cierto-, justificó una propuesta disparatada que hizo sobre la deuda pùblica de su país (ignorarla) exclamando: “¡Qué lindo que sería que no tuviésemos deuda!”. Es una confesión invaluable del mundo de ilusiones en que florece el populismo.
Una ilusión, en buen castellano, es “concepto, imagen o representación sin verdadera realidad sugerida por la imaginación o causada por un engaño de los sentidos”. Pero tambièn es, segunda acepción que consigna el diccionario, “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”. Sucumbimos a la ilusión – engaño- en el primer significado a causa de “lo lindo que sería” – segundo significado- si se cumpliese. En otras palabras: Engañamos y nos dejamos engañar – negamos la dura realidad- en la misma medida que la ficción nos resulta deseable.
La realidad nos impone límite desagradables – muerte, enfermedad, dolor, fatiga, fugacidad, caducidad, escasez- que podemos evadir, ilusoriamente, recurriendo a la imaginación. Al copretérito lúdico: “Que yo era invencible, que yo tenía todo el dinero del mundo, que yo era eternamente joven y apuesto, que yo era incansable, que yo vencìa a los malos, que yo atrapaba a los ladrones, que yo terminaba con la corrupción…”
Por otra parte, toda política es a final de cuentas política fiscal: Recaudación y asignación de recursos pùblicos. Siendo el populismo ante todo una política pùblica, es una determinada política fiscal fundada en la ilusión y en el engaño. El primer engaño (autoengaño consentido) del populismo consiste, precisamente, en negar la escasez y los principios que de ella se derivan: Costos de oportunidad, ley de oferta y demanda, los imperativos de la productividad. De ahí que las propuestas populistas no resistan un riguroso examen lógico; tropiezan invariablemente en la relación entre las causas y los efectos, o incluso llegan al extremo de desconocer el más elemental principio de causalidad. Nos ofrecen efectos sin causa, o al menos sin causa proporcionada.
Ejemplos recientes: “Si yo me ahorro en sueldos 5 pesos voy a tener 100 pesos más gastar” (desproporción entre causa y efecto), “puedo financiar pensiones sin límite sin necesidad de generar los recursos que las sostengan” (efecto sin causa).
Se vale soñar, sí. Siempre y cuando los sueños y las ilusiones no sean vistos como realidades duras, ni sean la única fuente de las políticas públicas. Los sueños – de opio, de grandeza, de rencor- han alimentado los más grandes desastres evitables en muchas naciones.
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