Terminar con las conductas parasitarias
En buena medida el principal desafío que tiene México es terminar de una vez por todas con un modelo económico y jurídico que fomenta el parasitismo. La única forma de lograrlo es poner, en serio, la libertad individual como el valor supremo.
Sea que hablemos de los cínicos amagos de huelga en el Seguro Social, de la descarada campaña para evitar que una nueva Ley del Mercado de Valores proteja los derechos de accionistas minoritarios y haga transparente la gestión de las empresas públicas o de los subsidios permamentes que demandan algunos industriales para los energéticos, estamos en todos los casos ante conductas parasitarias que son toleradas y bien vistas socialmente.
Que estas conductas encuentren ardientes defensores en la sociedad y en los medios de comunicación es ominoso. Nos hemos dado la maña para que el parasitismo sea permitido y alentado. No nos debería extrañar, ante esta complacencia, que de pronto broten sin el menor rubor las aberraciones del vandalismo, del chantaje abierto o hasta del antisemitismo más aborrecible – como se vió en alguna de las manifestaciones vandálicas del Sindicato del Seguro Social; aberraciones que hasta la fecha su líder ni siquiera ha condenado.
El principal problema de la economía mexicana es la bajísima productividad y las respuestas que ofrecen la mayoría de los políticos a este problema son otras tantas reediciones del parasitismo, de la improductividad impuesta por decreto o por la siniestra “ley de la calle”. Es delito que merece cárcel que un mal poeta haya peregeñado algunas frases deleznables sobre la bandera, pero es “conquista social” que las pensiones – que no deben ser otra cosa que salarios diferidos – se confundan con dádivas forzosas que los verdaderos trabajadores (digamos los millones de trabajadores inscritos en el Seguro Social) deben hacer para disfrute de un grupúsculo (los miembros del sindicato de esa institución). ¿Es tan difícil percibir la aberración en que vivimos y en la que nos complacemos?
Algún politiquillo aldeano – elevado a los altares de la popularidad gracias al dinero público con que alimentó a los medios de comunicación – propone sin empacho pasar por encima de las leyes e instancias que garantizan el respeto al sufragio y la equidad en las contiendas electorales y su propuesta – de promoción del delito- es tolerada como estrategia de campaña, lo mismo que la persistente y sucia labor de desprestigio que los empleados de ese politiquillo emprenden contra todo lo que se oponga (personas, principios, instituciones) a su desenfrenada carrera hacia el poder absoluto, hacia el parasitismo elevado a ley suprema.
Ese parasitismo tolerado y alentado no sólo provoca pobreza económica sino que nos corrompe moralmente como sociedad.
Las próximas campañas electorales debieran ser oportunidad de examinar a fondo las raíces, las manifestaciones y las consecuencias de este parasitismo. Ojalá no sean, por el contrario, otra expresión de ese afán descarnado por el que algunos vivales pretenden seguir viviendo a costa de los derechos, del trabajo y del patrimonio de los demás.
Sea que hablemos de los cínicos amagos de huelga en el Seguro Social, de la descarada campaña para evitar que una nueva Ley del Mercado de Valores proteja los derechos de accionistas minoritarios y haga transparente la gestión de las empresas públicas o de los subsidios permamentes que demandan algunos industriales para los energéticos, estamos en todos los casos ante conductas parasitarias que son toleradas y bien vistas socialmente.
Que estas conductas encuentren ardientes defensores en la sociedad y en los medios de comunicación es ominoso. Nos hemos dado la maña para que el parasitismo sea permitido y alentado. No nos debería extrañar, ante esta complacencia, que de pronto broten sin el menor rubor las aberraciones del vandalismo, del chantaje abierto o hasta del antisemitismo más aborrecible – como se vió en alguna de las manifestaciones vandálicas del Sindicato del Seguro Social; aberraciones que hasta la fecha su líder ni siquiera ha condenado.
El principal problema de la economía mexicana es la bajísima productividad y las respuestas que ofrecen la mayoría de los políticos a este problema son otras tantas reediciones del parasitismo, de la improductividad impuesta por decreto o por la siniestra “ley de la calle”. Es delito que merece cárcel que un mal poeta haya peregeñado algunas frases deleznables sobre la bandera, pero es “conquista social” que las pensiones – que no deben ser otra cosa que salarios diferidos – se confundan con dádivas forzosas que los verdaderos trabajadores (digamos los millones de trabajadores inscritos en el Seguro Social) deben hacer para disfrute de un grupúsculo (los miembros del sindicato de esa institución). ¿Es tan difícil percibir la aberración en que vivimos y en la que nos complacemos?
Algún politiquillo aldeano – elevado a los altares de la popularidad gracias al dinero público con que alimentó a los medios de comunicación – propone sin empacho pasar por encima de las leyes e instancias que garantizan el respeto al sufragio y la equidad en las contiendas electorales y su propuesta – de promoción del delito- es tolerada como estrategia de campaña, lo mismo que la persistente y sucia labor de desprestigio que los empleados de ese politiquillo emprenden contra todo lo que se oponga (personas, principios, instituciones) a su desenfrenada carrera hacia el poder absoluto, hacia el parasitismo elevado a ley suprema.
Ese parasitismo tolerado y alentado no sólo provoca pobreza económica sino que nos corrompe moralmente como sociedad.
Las próximas campañas electorales debieran ser oportunidad de examinar a fondo las raíces, las manifestaciones y las consecuencias de este parasitismo. Ojalá no sean, por el contrario, otra expresión de ese afán descarnado por el que algunos vivales pretenden seguir viviendo a costa de los derechos, del trabajo y del patrimonio de los demás.
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