La credulidad agnóstica
Al final el agnosticismo presuntamente racionalista ha desembocado en credulidad supersticiosa. Medir no es saber; etiquetar no es descifrar.
Parecería que seguimos inmersos en la profunda crisis provocada, tal vez, por el escepticismo sensualista de Hume o tal vez, más lejos aún, por la duda metódica de Descartes – a principios del siglo XVII- que marcó la ruptura de la confianza en la capacidad del hombre para descifrar la realidad.
No es el momento ni el lugar (y mi buen amigo Francisco Calderón me acusaría de extraviarme por los “cerros de Úbeda”) para rastrear los orígenes de la credulidad agnóstica que hoy padecemos en todo el orbe. Baste decir, siguiendo a Chesterton (ver, por ejemplo, "The Innocence of Father Brown" disponible en línea), que empezamos por negar el misterio, por parecernos demasiado portentoso, y acabamos presos en el horóscopo del noticiario matutino.
Un ejemplo de esta credulidad agnóstica – lo que sólo en apariencia es un oxímoron – lo tenemos con las discusiones en torno a la despenalización del aborto. Más allá de los alegatos de sociología barata – que menudearon- y de los argumentos estrictamente religiosos – que son impertinentes al discutir políticas públicas en un Estado aconfesional- el punto a dilucidar debiera haber sido cuándo, hasta donde sabemos con certeza, comienza una vida específicamente humana, por una parte, y, por otra, si somos congruentes con la defensa a ultranza de la vida humana que es el pilar de lo que solemos llamar civilización occidental y democracia liberal.
Al final, además de por la vía de los hechos consumados, el asunto se zanjó con una superstición que despreocupadamente se bautizó como científica: Un grupo “x” de autodenominados “defensores de la bioética” decretó que la vida humana empieza alrededor de las 12 semanas de la concepción, alegando que antes de ese punto no había indicios mensurables de “sufrimiento”.
El despropósito salta a la vista: La vida humana no es tal si yo – presunto científico- no puedo constatar con mis herramientas disponibles la existencia de lo que he denominado arbitrariamente “sufrimiento”, que a su vez consiste, ¡tremenda petición de principio!, en tales o cuales signos (por ejemplo, aceleración del ritmo cardiaco) que arbitrariamente he decretado que definen el “sufrimiento”.
Las consecuencias de esta superstición agnóstica son brutales: El Holocausto jamás existió, el asesinato de millones en la Unión Soviética tampoco porque no hubo ahí un electrocardiógrafo o un electroencefalógrafo que los registrase.
Parecería que seguimos inmersos en la profunda crisis provocada, tal vez, por el escepticismo sensualista de Hume o tal vez, más lejos aún, por la duda metódica de Descartes – a principios del siglo XVII- que marcó la ruptura de la confianza en la capacidad del hombre para descifrar la realidad.
No es el momento ni el lugar (y mi buen amigo Francisco Calderón me acusaría de extraviarme por los “cerros de Úbeda”) para rastrear los orígenes de la credulidad agnóstica que hoy padecemos en todo el orbe. Baste decir, siguiendo a Chesterton (ver, por ejemplo, "The Innocence of Father Brown" disponible en línea), que empezamos por negar el misterio, por parecernos demasiado portentoso, y acabamos presos en el horóscopo del noticiario matutino.
Un ejemplo de esta credulidad agnóstica – lo que sólo en apariencia es un oxímoron – lo tenemos con las discusiones en torno a la despenalización del aborto. Más allá de los alegatos de sociología barata – que menudearon- y de los argumentos estrictamente religiosos – que son impertinentes al discutir políticas públicas en un Estado aconfesional- el punto a dilucidar debiera haber sido cuándo, hasta donde sabemos con certeza, comienza una vida específicamente humana, por una parte, y, por otra, si somos congruentes con la defensa a ultranza de la vida humana que es el pilar de lo que solemos llamar civilización occidental y democracia liberal.
Al final, además de por la vía de los hechos consumados, el asunto se zanjó con una superstición que despreocupadamente se bautizó como científica: Un grupo “x” de autodenominados “defensores de la bioética” decretó que la vida humana empieza alrededor de las 12 semanas de la concepción, alegando que antes de ese punto no había indicios mensurables de “sufrimiento”.
El despropósito salta a la vista: La vida humana no es tal si yo – presunto científico- no puedo constatar con mis herramientas disponibles la existencia de lo que he denominado arbitrariamente “sufrimiento”, que a su vez consiste, ¡tremenda petición de principio!, en tales o cuales signos (por ejemplo, aceleración del ritmo cardiaco) que arbitrariamente he decretado que definen el “sufrimiento”.
Las consecuencias de esta superstición agnóstica son brutales: El Holocausto jamás existió, el asesinato de millones en la Unión Soviética tampoco porque no hubo ahí un electrocardiógrafo o un electroencefalógrafo que los registrase.
Etiquetas: aborto, agnosticismo, David Hume, filosofía, filosofía de la ciencia, Gilbert K. Chesterton, Rene Descartes, teoría del conocimiento
3 Comentarios:
El hecho es que un feto no puede sobrevivir fuera de la matriz antes del tercer trimestre sin apoyo artificial, y el cerebro de un feto no llega a ser completamente activo neurológicamente hasta el séptimo mes del desarrollo.
Hay una minoría de ateos y agnósticos que creen que el aborto no es ético porque le roba potencialmente la humanidad de alguien que quizás contribuará a la mejora de la humanidad científicamente o en alguna otra manera. Ese argumento tiene algún mérito porque no es basado en una creencia teológica.
Por el otro lado, el aborto de un feto quizás reserve la humanidad de otro Hitler.
Pues sí, pero ¿cómo sabemos ex ante quien resultará un Hitler?
Sin embargo, el argumento tiene mérito y mucho sentido. Nunca lo había escuchado.
Vamos a ver, dos de los pioneros de la informática, Steve Jobs (Apple, Pixar) y Larry Ellison (Oracle) fueron dados en adopción. Ambos, dadas las circunstancias que vivía su madre durante su embarzao pudieron haber sido abortados. Por fortuna no fue así.
Habrá quien diga que la "mayoría" de los fetos abortados no se convertirá en un Ellison o en un Jobs. Pero lo mismo podría decirse de todos los demás que lleguen a nacer.
Esto no es un argumento a favor de la penalización del aborto, pero si es un argumento a favor de reconocer que desde el momento de la concepción inicia una vida con el potencial de ser una vida que merezca ser vivida, que incluso llegue a ser una vida trascendnete y benéfica para toda la humanidad. El potencial está alli, como también lo está la potencialidad opuesta.
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