sábado, 4 de abril de 2009

Evaluación serena del G-20 (1)

Al final de las reuniones en la cumbre lo que se anuncian son los acuerdos, nunca los desacuerdos.

Vale la pena hacer una evaluación serena y objetiva de los resultados de la reciente reunión del G-20. ¿Por qué?

Uno, porque al final de una “cumbre” lo que se publicita son los acuerdos, no los desacuerdos; a nadie, entre los jefes de gobierno y de Estado, le conviene regresar a casa diciendo que fue una pérdida de tiempo (y de dinero y esperanzas de los contribuyentes) eso de reunirse en lejanas tierras con toda la parafernalia, y los gastos, que acompañan a estas juntas en las alturas. Esta tendencia a publicitar la concordia y no el disenso es algo que con extrema facilidad se tragan los medios de comunicación, basta con que en los discursos y declaraciones finales se deslicen estratégicamente las frases clave: “acuerdo histórico”, “se inaugura una nueva etapa de cooperación internacional”, “después de las tensiones surgió sorpresivamente el consenso” y similares. Créanme, esto de las frases clave es muy importante en la política y se paga bien.

Dos, porque se corre el peligro de confundir el fin de la crisis, con el principio del fin (la frase original es de Winston Churchill y después la retomó Bruno Donatello) y olvidar que los relativamente aceptables resultados de la reunión del G-20 no equivalen a una solución mágica al episodio de desconfianza profunda que hoy aqueja a la economía mundial. Todavía saldrán algunos esqueletos escondidos en los armarios (hay que prestarle atención a lo que sucede en varias economías de Europa del Este) y hay que admitir que el pantagruélico programa de estímulos fiscales aprobado en Estados Unidos generará en el mediano y largo plazos no pocos aprietos.

Tres, aunque parezca que se le han otorgado mayores facultades al FMI y a otros organismos multilaterales lo que se les ha dado es más recursos (quizá no los suficientes para la magnitud de la sequía que se avecina) pero queda pendiente reconfigurar sus atribuciones, reconocerle a los países emergentes mayor protagonismo en la conducción de esos organismos y, al mismo tiempo, acotar con gran cuidado sus facultades en materia de regulación porque se corre el peligro de convertirlos en monstruos que estorben a la economía mundial, en lugar de ayudarla y dejarla ser.

Hay aún más razones para la cautela y para el optimismo moderado. En las próximas dos entregas espero comentarlas.

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