martes, 23 de agosto de 2005

El secreto de la productividad

Un “trabajo” que no genera valor agregado – riqueza- no es trabajo, es un desperdicio miserable de energía, de recursos escasos. La calidad del trabajo no se mide por el sudor de quien trabaja, sino por el bien que produce.
El ocio es superior al trabajo. El ocio contemplativo, como siempre lo entendió la filosofía clásica, no requiere de una justificación ulterior, puede y debe ser un fin en sí mismo. El trabajo en cambio es un medio, es útil para lograr algo. No es un bien en sí mismo, al margen de sus resultados.
Por eso hay empleos que NO son trabajos. Por eso hay empleos que deberían desaparecer porque más les valiera a quienes los llevan a cabo – cuyo esfuerzo contribuye a destruir valor, no a crearlo – estar ociosos. Opino que es una injusticia menor pagar a ciertos personajes para que NO hagan nada, que pagarles para que destruyan.
Aristóteles decía que estamos no-ociosos para poder disfrutar del ocio (el origen de la palabra “negocio” es negación del ocio, tiempo arrebatado al ocio por las necesidades). Siglos más tarde, el filósofo neo-tomista Joseph Pieper en un conjunto de bellos ensayos (“El ocio y la vida intelectual”) demostró que el último fin del hombre – lo que debería conducirle a la felicidad plena- es la contemplación de la verdad absoluta. La implicación teológica es obvia: El cielo será ver a Dios cara a cara; no necesitaremos más ante la contemplación del Ser por Sí Mismo Subsistente. Hay en esto una implicación moral que desagrada a los partidarios de una religiosidad llena de suspiros, lágrimas y carantoñas: Los afectos están subordinados a la inteligencia, no al revés.
“Trabajamos por necesidad”, esta frase coloquial y frecuente encierra una verdad mucho más profunda de lo que aparenta. Son las necesidades, la precariedad de la vida humana, las que nos impulsan a trabajar. Nótese que esto se aplica del mismo modo a necesidades materiales que afectivas, espirituales o intelectuales. Trabajamos para resolver o satisfacer necesidades propias. La vida social nos enseña que podemos obtener los recursos para satisfacer nuestras propias necesidades y deseos intercambiando el fruto de nuestro trabajo (valor) por el trabajo o por el fruto del trabajo ajeno, que también entraña un valor.
Tal intercambio sólo es ético cuando es libre; por eso la esclavitud es aberrante. El libre intercambio es un juego ganador para las dos partes. La clave para que alguien acepte libremente darme algo de valor por mi trabajo es que mi trabajo genere valor. Cobrar por abstenernos de realizar un mal –una pérdida de valor – que está en nuestras manos cometer (como hace el secuestrador usando la vida de sus víctimas) es un crimen abominable. Podría decirse que los grupos de presión que amenazan con paralizar un país – con violencia, con una huelga nacional, obstruyendo el trabajo ajeno – en caso de que no satisfagan sus deseos actúan igual que los secuestradores: No trabajan, saquean.

La mayor fatiga no es, por lo general, el mejor de los esfuerzos.

El valor que producimos constituye la productividad de nuestro trabajo. La única manera de generar cada vez mayor riqueza que tienen una persona, una empresa o un país es aumentar su productividad: Hacer lo mismo en menos tiempo o con menos recursos; hacer algo mejor en el mismo tiempo o con los mismos recursos o producir algo mejor en menos tiempo y con menos recursos que antes.
A veces, como con la invención de la máquina de vapor o como con la invención de las computadoras personales, la productividad avanza a saltos. Pero por lo general lo hace paso a paso.
La magnitud de la fuerza que se aplica (equivalente a la definición de “trabajo” que se usa en la física) no es por necesidad proporcional al valor generado.
Ese equívoco – igualar magnitud del valor con magnitud del esfuerzo- está en el origen de muchas frustraciones: Los perdedores consuetudinarios claman que son víctimas de la injusticia porque no obtuvieron lo que deseaban a pesar de que dieron “su mejor esfuerzo”. Patrañas. El mejor esfuerzo – el esfuerzo productivo- no es el más fatigoso, es el esfuerzo proporcionado al fin que se quiere lograr. Con un cuchillo se aplica más fuerza sobre la dentadura pero no se limpian mejor los dientes que con un cepillo diseñado para tal fin.
No hay trabajo sin inteligencia. Hacer inteligentemente un trabajo (hacer inteligible lo que estamos haciendo, que es lo que nos distingue de las bestias) consiste en conocer el fin que persigue ese trabajo y los medios proporcionados – adecuados – para ese fin.
Cuando la empresa Wal-Mart rediseñó las relaciones entre los proveedores, los centros de distribución y las tiendas a las que acude el último consumidor, logró reducir los precios finales – en beneficio del consumidor y de la empresa que, así, ganó una participación mayor del mercado total- y generó un valor adicional (productividad). El secreto de este avance en la productividad, como siempre sucede, radica en que se perfeccionaron inteligentemente los medios para alcanzar un fin: Una mayor participación de mercado a través de una mayor satisfacción para el consumidor.
El fin de Wal-Mart – ganar participación de mercado para obtener mayores utilidades y darle más valor a los accionistas de la empresa- no es el mismo fin que el del cliente de Wal-Mart –quien desea productos más baratos y mayor calidad – pero la empresa sólo puede lograr su objetivo si satisface cabalmente el objetivo del consumidor.
Esto nos conduce al factor clave de la productividad: El consumidor. Sólo hay un incremento en la productividad ahí donde aumenta la satisfacción de los consumidores. Obtener mayores utilidades al margen de los consumidores (por ejemplo, mediante presiones al gobierno para disfrutar de una situación de monopolio u oligopolio) significa un retroceso en la productividad y es, bien vistas las cosas, un saqueo. Ese género de utilidades no se obtuvieron generando valor, sino destruyéndolo.

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