Una fórmula diabólica
Es una fórmula infalible para conseguir el desastre económico y la decadencia moral.
Hay que evitar los juicios a priori. Olvide usted por un momento que el autor de la conocida fórmula “De cada cual según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades”, fue Lenin. Consideremos, sin prejuicios, las buenas intenciones detrás de esta fórmula que se propone para la felicidad de las sociedades y consideremos también sus consecuencias.
Imagine que quien propone que el Estado le exija a cada cual según sus capacidades y le dé a cada quien según sus necesidades es uno de esos simpáticos personajes en busca del voto que llamamos políticos.
¿No le parece así, de bote pronto, que estamos ante una maravillosa y deseable utopía?, ¿no le parece así, sin mayor reflexión, que dicha utopía merece cuando menos el beneficio de que nos esforcemos por buscarla y, así, aproximarnos a ese ideal, en lugar de seguir viviendo en un mundo en el que unos pocos tienen mucho y muchos tienen muy poco, casi nada?
Pues no. No sólo no vale la pena dicha fórmula. Además es la fórmula perfecta para fabricar miseria y desdicha, degradación moral. Veamos por qué.
Suponiendo, que ya es mucho suponer, que un Estado tuviese los recursos necesarios para cumplir ese desideratum ¿qué sucedería? Sencillo, sucedería algo similar a lo que siempre ha sucedido con la planificación social que los ingenieros de la felicidad nos recetan: Cada uno de nosotros buscaría – como lo hemos hecho siempre y lo seguiremos haciendo- maximizar los beneficios personales y familiares, pero en lugar de hacerlo de acuerdo a una regla moral fundada en el mérito, en lugar de esforzarnos por mejorar nuestras capacidades y ganar más mientras más y mejor servimos, dedicaríamos todos nuestros esfuerzos a mostrarnos como los más necesitados y como los menos capaces.
El talento, la creatividad, el trabajo serían castigados, en tanto que la incompetencia, la ineptitud, la inutilidad serían premiados. Los peores, como agudamente descubrió Friedrich A. Hayek, se pondrían a la cabeza. Los peores no sólo en un sentido intelectual, sino moral. Los más corruptos. Al capaz le diríamos de antemano que mientras más talentoso se mostrase más tendría que trabajar para recibir a cambio menos que el inepto (porque, por definición, siempre parecerá más necesitado el inepto que el capaz), es decir: Lo obligaríamos a mentir, a castrarse intelectualmente para no ser castigado. Todos, en suma, viviríamos simulando necesitar más de lo que en realidad necesitamos y dando mucho menos a la sociedad de lo que efectivamente podemos dar.
Este infierno no sólo existió en la Unión Soviética (o en Cuba o en Corea del Norte) existe también cotidianamente entre nosotros. Ya sea en forma tenue o en forma manifiesta el virus de la planificación de la felicidad social nos ataca a todos. Buena parte de nuestra legislación “social” – llena de buenas intenciones- procede de esta fórmula diabólica, infalible para el desastre económico y la corrupción moral.
Hay que evitar los juicios a priori. Olvide usted por un momento que el autor de la conocida fórmula “De cada cual según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades”, fue Lenin. Consideremos, sin prejuicios, las buenas intenciones detrás de esta fórmula que se propone para la felicidad de las sociedades y consideremos también sus consecuencias.
Imagine que quien propone que el Estado le exija a cada cual según sus capacidades y le dé a cada quien según sus necesidades es uno de esos simpáticos personajes en busca del voto que llamamos políticos.
¿No le parece así, de bote pronto, que estamos ante una maravillosa y deseable utopía?, ¿no le parece así, sin mayor reflexión, que dicha utopía merece cuando menos el beneficio de que nos esforcemos por buscarla y, así, aproximarnos a ese ideal, en lugar de seguir viviendo en un mundo en el que unos pocos tienen mucho y muchos tienen muy poco, casi nada?
Pues no. No sólo no vale la pena dicha fórmula. Además es la fórmula perfecta para fabricar miseria y desdicha, degradación moral. Veamos por qué.
Suponiendo, que ya es mucho suponer, que un Estado tuviese los recursos necesarios para cumplir ese desideratum ¿qué sucedería? Sencillo, sucedería algo similar a lo que siempre ha sucedido con la planificación social que los ingenieros de la felicidad nos recetan: Cada uno de nosotros buscaría – como lo hemos hecho siempre y lo seguiremos haciendo- maximizar los beneficios personales y familiares, pero en lugar de hacerlo de acuerdo a una regla moral fundada en el mérito, en lugar de esforzarnos por mejorar nuestras capacidades y ganar más mientras más y mejor servimos, dedicaríamos todos nuestros esfuerzos a mostrarnos como los más necesitados y como los menos capaces.
El talento, la creatividad, el trabajo serían castigados, en tanto que la incompetencia, la ineptitud, la inutilidad serían premiados. Los peores, como agudamente descubrió Friedrich A. Hayek, se pondrían a la cabeza. Los peores no sólo en un sentido intelectual, sino moral. Los más corruptos. Al capaz le diríamos de antemano que mientras más talentoso se mostrase más tendría que trabajar para recibir a cambio menos que el inepto (porque, por definición, siempre parecerá más necesitado el inepto que el capaz), es decir: Lo obligaríamos a mentir, a castrarse intelectualmente para no ser castigado. Todos, en suma, viviríamos simulando necesitar más de lo que en realidad necesitamos y dando mucho menos a la sociedad de lo que efectivamente podemos dar.
Este infierno no sólo existió en la Unión Soviética (o en Cuba o en Corea del Norte) existe también cotidianamente entre nosotros. Ya sea en forma tenue o en forma manifiesta el virus de la planificación de la felicidad social nos ataca a todos. Buena parte de nuestra legislación “social” – llena de buenas intenciones- procede de esta fórmula diabólica, infalible para el desastre económico y la corrupción moral.
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