La globalización que no llega
En muchos casos el odio que se le tiene a la globalización expresa un pánico profundo: Al rápido castigo que reciben en el mercado global quienes son incapaces de “crear valor”.
La globalización no ha llegado. Al menos, no ha llegado a todos los rincones del planeta con toda su fuerza transformadora. Viviríamos mucho mejor. Todos. La globalización no significa que los monjes del Tíbet “también” tomen Coca Cola – cosa que por cierto no hacen -, ni que los adolescentes de Afganistán escuchen la misma música barata que los adolescentes de Costa Rica, cosa que sólo a veces sucede; la globalización es algo distinto. Tiene que ver con un conjunto de reglas sencillas y universales por las cuales la gente – consumidores del mundo – premia el desempeño competitivo.
Es claro que la globalización es todavía un anhelo cuando vemos en tantas partes del planeta y en tantas actividades que los peores o los más incompetentes siguen teniendo la sartén por el mango. La globalización, así, no es sino un nombre inadecuado para definir un ideal que algunos consideramos que merece ser buscado: Un mercado libre a escala universal en el que reine la competencia y en el que, por lo tanto, la riqueza provenga de la productividad y no de arreglos para que personas o grupos bien conectados políticamente se apropien de los excedentes que corresponden a los consumidores.
A riesgo de incurrir en la cursilería de los que se dicen revolucionarios se puede decir que el ideal de la globalización no es la dictadura de los trabajadores o de los patrones o de los políticos, sino la dictadura de los consumidores libres.
Sí, la “fiera”, “fría”, “impersonal”, “despiadada”, dictadura del mercado. Lo que – atención- equivale a decir: La dictadura de la gente intercambiando valor (trabajo por dinero, dinero por trabajo, trabajo por bienes) a su conveniencia, sin restricciones, aprovechando cada cual – según su leal saber y entender, según sus personalísimas condiciones e intereses- los márgenes de beneficio que cada día van creando el trabajo productivo y la inteligencia humana.
Tal “dictadura” nada tiene de impersonal. Por el contrario, su motor (el beneficio que busca cada cual) está impregnado de humanidad hasta la médula. Lo que mueve al empresario en competencia a ser productivo es el afán de “crear valor” que, en el mercado libre, podrá intercambiar por el valor que más le convenga (trabajo subordinado, un automóvil fastuoso, una casa con aspecto de pastel napolitano, un libro, ocio creativo, un cuerpo más esbelto, la tranquilidad de conciencia o -como se lo recetó el psicoanalista- el afecto de un padre al que nada parece complacer), lo mismo mueve a los demás – un beneficio personal que sólo los muy idiotas reducen a lo material o al dinero.
Y hablando del dinero y la globalización. Una cita del emocionante alegato de Ayn Rand al respecto: “El dinero reconoce que el lazo común entre los seres no es un intercambio de sufrimientos, sino de bienes”.
La globalización no ha llegado. Al menos, no ha llegado a todos los rincones del planeta con toda su fuerza transformadora. Viviríamos mucho mejor. Todos. La globalización no significa que los monjes del Tíbet “también” tomen Coca Cola – cosa que por cierto no hacen -, ni que los adolescentes de Afganistán escuchen la misma música barata que los adolescentes de Costa Rica, cosa que sólo a veces sucede; la globalización es algo distinto. Tiene que ver con un conjunto de reglas sencillas y universales por las cuales la gente – consumidores del mundo – premia el desempeño competitivo.
Es claro que la globalización es todavía un anhelo cuando vemos en tantas partes del planeta y en tantas actividades que los peores o los más incompetentes siguen teniendo la sartén por el mango. La globalización, así, no es sino un nombre inadecuado para definir un ideal que algunos consideramos que merece ser buscado: Un mercado libre a escala universal en el que reine la competencia y en el que, por lo tanto, la riqueza provenga de la productividad y no de arreglos para que personas o grupos bien conectados políticamente se apropien de los excedentes que corresponden a los consumidores.
A riesgo de incurrir en la cursilería de los que se dicen revolucionarios se puede decir que el ideal de la globalización no es la dictadura de los trabajadores o de los patrones o de los políticos, sino la dictadura de los consumidores libres.
Sí, la “fiera”, “fría”, “impersonal”, “despiadada”, dictadura del mercado. Lo que – atención- equivale a decir: La dictadura de la gente intercambiando valor (trabajo por dinero, dinero por trabajo, trabajo por bienes) a su conveniencia, sin restricciones, aprovechando cada cual – según su leal saber y entender, según sus personalísimas condiciones e intereses- los márgenes de beneficio que cada día van creando el trabajo productivo y la inteligencia humana.
Tal “dictadura” nada tiene de impersonal. Por el contrario, su motor (el beneficio que busca cada cual) está impregnado de humanidad hasta la médula. Lo que mueve al empresario en competencia a ser productivo es el afán de “crear valor” que, en el mercado libre, podrá intercambiar por el valor que más le convenga (trabajo subordinado, un automóvil fastuoso, una casa con aspecto de pastel napolitano, un libro, ocio creativo, un cuerpo más esbelto, la tranquilidad de conciencia o -como se lo recetó el psicoanalista- el afecto de un padre al que nada parece complacer), lo mismo mueve a los demás – un beneficio personal que sólo los muy idiotas reducen a lo material o al dinero.
Y hablando del dinero y la globalización. Una cita del emocionante alegato de Ayn Rand al respecto: “El dinero reconoce que el lazo común entre los seres no es un intercambio de sufrimientos, sino de bienes”.
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