Paisaje para el taller de reparaciones
Con un paisaje increíble – vamos, el que se tiene en órbita a 350 kilómetros del planeta Tierra- el astronauta hizo una fácil reparación del exterior de la nave: Retiró a mano dos protuberancias de material aislante, como de felpa.
A las 12:45 – hora del meridiano de Greenwich – y cuando la estación espacial estaba sobre Massachussets – Stephen Robinson retiró la primera protuberancia de material aislante que se había formado en el transbordador Discovery. Diez minutos después – ya sobre las costas de Francia – retiró la segunda protuberancia. Reparación exitosa.
La imagen – insólita pero absolutamente realista – podría adornar como recuerdo una de las paredes del taller de reparaciones de un ingeniero en mecatrónica: Un hombre flotando en el espacio, amarrado de un pie a un gigantesco brazo mecánico, repara su nave aparcada en una estación espacial, teniendo como vista cercana – a sólo 350 kilómetros de distancia – la redonda tierra y como vista lejana la igualmente redonda luna, de engañoso resplandor.
No es arte abstracto o conceptual, es un paisaje que en pocos años será, supongo, tan convencional como un óleo de José María Velasco.
Usted sabe, al momento del despegue al transbordador se le desprendieron fragmentos de material aislante, algo así – dicen los enterados- como felpa que separa las grandes losetas térmicas del casco de la nave. Ese material quedó sobresaliendo – atorado – en el exterior del transbordador. Cualquier cosa, diríamos los neófitos. Pero los ingenieros de la NASA estaban preocupados porque cuando el transbordador regrese a la Tierra, el próximo lunes, alcanzará velocidades de unos 22 mil kilómetros por hora y durante algunos segundos las temperaturas en el casco de la nave serán como de unos 1,370 grados centígrados. Una bola de fuego. Las protuberancias de felpa, de sólo dos centímetros y medio -dicen otra vez los que saben- podrían alterar la aerodinámica del vehículo, provocar aún mayor calor y un accidente fatal (como el del Columbia en 2003).
Por eso la reparación que hizo Robinson el miércoles podrá parecer algo sencillo pero tal vez significó la diferencia entre la vida y la muerte de los tripulantes del transbordador. Robinson, estadounidense, fue acompañado en su recorrido espacial – de poco más de seis horas- por el astronauta japonés Sochi Noguchi; se tomaron fotos mutuamente y del éxito de esta reparación informaron puntualmente los rusos (para que vean que no sólo hay cooperación internacional mediante la ONU).
Por fortuna Robinson pudo desprender los estorbos (y guardárselos en el bolsillo) sin necesidad de usar tijeras, ni una sierra eléctrica prevista para la ocasión. A mano – aunque enguantada – retiró la felpa.
Y todo esto, ¿a qué viene? Primero a que me gustó el paisaje para proponérselo, amigo lector. Y segundo, a que en este mundo – o aquí cerca, 350 kilómetros “para arriba, todo derecho” – sigue habiendo aventuras maravillosas y emocionantes, casi tan riesgosas como subirse a un bici-taxi –armatostes infernales conducidos por anónimos forzudos – en el centro de la Ciudad de México, entre camiones, microbuses, automóviles, policías, incautos peatones y vendedores ambulantes que se antojan desquiciados.
A las 12:45 – hora del meridiano de Greenwich – y cuando la estación espacial estaba sobre Massachussets – Stephen Robinson retiró la primera protuberancia de material aislante que se había formado en el transbordador Discovery. Diez minutos después – ya sobre las costas de Francia – retiró la segunda protuberancia. Reparación exitosa.
La imagen – insólita pero absolutamente realista – podría adornar como recuerdo una de las paredes del taller de reparaciones de un ingeniero en mecatrónica: Un hombre flotando en el espacio, amarrado de un pie a un gigantesco brazo mecánico, repara su nave aparcada en una estación espacial, teniendo como vista cercana – a sólo 350 kilómetros de distancia – la redonda tierra y como vista lejana la igualmente redonda luna, de engañoso resplandor.
No es arte abstracto o conceptual, es un paisaje que en pocos años será, supongo, tan convencional como un óleo de José María Velasco.
Usted sabe, al momento del despegue al transbordador se le desprendieron fragmentos de material aislante, algo así – dicen los enterados- como felpa que separa las grandes losetas térmicas del casco de la nave. Ese material quedó sobresaliendo – atorado – en el exterior del transbordador. Cualquier cosa, diríamos los neófitos. Pero los ingenieros de la NASA estaban preocupados porque cuando el transbordador regrese a la Tierra, el próximo lunes, alcanzará velocidades de unos 22 mil kilómetros por hora y durante algunos segundos las temperaturas en el casco de la nave serán como de unos 1,370 grados centígrados. Una bola de fuego. Las protuberancias de felpa, de sólo dos centímetros y medio -dicen otra vez los que saben- podrían alterar la aerodinámica del vehículo, provocar aún mayor calor y un accidente fatal (como el del Columbia en 2003).
Por eso la reparación que hizo Robinson el miércoles podrá parecer algo sencillo pero tal vez significó la diferencia entre la vida y la muerte de los tripulantes del transbordador. Robinson, estadounidense, fue acompañado en su recorrido espacial – de poco más de seis horas- por el astronauta japonés Sochi Noguchi; se tomaron fotos mutuamente y del éxito de esta reparación informaron puntualmente los rusos (para que vean que no sólo hay cooperación internacional mediante la ONU).
Por fortuna Robinson pudo desprender los estorbos (y guardárselos en el bolsillo) sin necesidad de usar tijeras, ni una sierra eléctrica prevista para la ocasión. A mano – aunque enguantada – retiró la felpa.
Y todo esto, ¿a qué viene? Primero a que me gustó el paisaje para proponérselo, amigo lector. Y segundo, a que en este mundo – o aquí cerca, 350 kilómetros “para arriba, todo derecho” – sigue habiendo aventuras maravillosas y emocionantes, casi tan riesgosas como subirse a un bici-taxi –armatostes infernales conducidos por anónimos forzudos – en el centro de la Ciudad de México, entre camiones, microbuses, automóviles, policías, incautos peatones y vendedores ambulantes que se antojan desquiciados.
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