Diseñado para controlar, no para liberar
Nuestro arreglo político-jurídico parece diseñado por el enemigo: Imponer controles de precios o decretar subsidios resulta fácil, pero derribar las barreras de entrada a un mercado protegido es tarea que se antoja imposible.
Lo que más les cuesta a los gobiernos es liberar. Lo que les resulta más fácil es controlar. Esta tendencia adquiere proporciones monstruosas en países lastrados por una tradición de intervencionismo estatal – como es el caso de la mayoría en América Latina- y en los cuales grupos selectos están acostumbrados a negociar con el gobierno medidas de control – sobre los precios, sobre el acceso a los mercados- que les generan rentas extraordinarias.
Si acaso algún gobernante propone liberar un mercado hasta entonces protegido – digamos, el energético o el de las telecomunicaciones o el de los medios de comunicación electrónicos- encontrará formidables barreras porque la vocación intervencionista y controladora del Estado ha quedado plasmada en la Constitución o en las leyes fundamentales. En cambio, cualquier gobierno, hasta los gobiernos municipales, tiene un amplio margen para controlar precios, restringir la libre iniciativa de las personas, destinar recursos públicos a determinados grupos en detrimento de los contribuyentes, imponer barreras en los mercados.
Sonaba muy bonito, a principios del siglo pasado, adornarse poniendo en la Constitución algún arrebato “nacionalista” y “social” – digamos, las ampulosas formulaciones que dicen que tal o cual recurso “es propiedad exclusiva de la Nación” – que con el paso del tiempo se ha evidenciado como lo que en realidad es, algo abominable, ya que el abstracto “la Nación” deviene en “gobierno en turno” o, peor aún, en “tal o cual mafia sindical o gremial que vive cual parásito de la explotación de un monopolio”.
Se dedican cuantiosos recursos para sostener la falacia: “Tal monopolio – se nos dice- en realidad no es tal sino que es la querida empresa de todos los dichosos habitantes del país”, ¿de veras? Y surge la demonología: Palabras como “privatización” se vuelven prohibidas. Hasta los reformadores tienen que recurrir a los eufemismos para no alterar a los defensores de la fantasmal (nadie la ha visto últimamente) soberanía, que otrora radicaba en el pueblo y hoy reside en la curul de algún legislador intocable. Aun con estos subterfugios retóricos los reformadores fracasan; tal es la formidable fuerza de los buscadores de rentas a expensas del Estado. (Cuán actual resulta Bastiat con su descarnada definición del Estado, esa ficción por la que todo mundo busca vivir a costillas de los demás).
Más allá de las personas y de las circunstancias este arreglo político-jurídico es infernal: Diseñado para que los gobiernos recurran a las medidas populistas – controlar, subsidiar, gastar rápidamente lo poco que se ahorra- pero que deja impotentes a los mismos gobiernos para resolver los problemas de fondo, incapaces de liberar. Eso no. Eso va contra la dichosa “soberanía” (¿soberanía de quién sobre quién?, ¿soberanía sobre qué y para qué?) y contra los intocables “ideales” plasmados en la Ley Suprema.
Las utopías siempre son un gran negocio para los sumos sacerdotes que las predican.
De Bastiat a Reagan, comentario de Ramón Mier
Al leer tu artículo me vino a la memoria Ronald Reagan y la forma en que con unas cuantas frases describió el modo en que los gobiernos ven la economía:"Si se mueve, ponle un impuesto. Si continua moviéndose, ponle una regulación. Cuando finalmente deje de moverse, subsídialo."
Con estas frases se desnudan los absurdos de la intervención estatal. Pero siempre habrá quien se encargue de vestir el absurdo y presentárselo a la gente de un modo que la intervención parezca atractiva.Intervenir para controlar parece ser la vocación de los gobiernos. Es por eso importante que siempre existan voces que se opongan al crecimiento del gobierno y a su capacidad para intervenir y controlar.
Lo que más les cuesta a los gobiernos es liberar. Lo que les resulta más fácil es controlar. Esta tendencia adquiere proporciones monstruosas en países lastrados por una tradición de intervencionismo estatal – como es el caso de la mayoría en América Latina- y en los cuales grupos selectos están acostumbrados a negociar con el gobierno medidas de control – sobre los precios, sobre el acceso a los mercados- que les generan rentas extraordinarias.
Si acaso algún gobernante propone liberar un mercado hasta entonces protegido – digamos, el energético o el de las telecomunicaciones o el de los medios de comunicación electrónicos- encontrará formidables barreras porque la vocación intervencionista y controladora del Estado ha quedado plasmada en la Constitución o en las leyes fundamentales. En cambio, cualquier gobierno, hasta los gobiernos municipales, tiene un amplio margen para controlar precios, restringir la libre iniciativa de las personas, destinar recursos públicos a determinados grupos en detrimento de los contribuyentes, imponer barreras en los mercados.
Sonaba muy bonito, a principios del siglo pasado, adornarse poniendo en la Constitución algún arrebato “nacionalista” y “social” – digamos, las ampulosas formulaciones que dicen que tal o cual recurso “es propiedad exclusiva de la Nación” – que con el paso del tiempo se ha evidenciado como lo que en realidad es, algo abominable, ya que el abstracto “la Nación” deviene en “gobierno en turno” o, peor aún, en “tal o cual mafia sindical o gremial que vive cual parásito de la explotación de un monopolio”.
Se dedican cuantiosos recursos para sostener la falacia: “Tal monopolio – se nos dice- en realidad no es tal sino que es la querida empresa de todos los dichosos habitantes del país”, ¿de veras? Y surge la demonología: Palabras como “privatización” se vuelven prohibidas. Hasta los reformadores tienen que recurrir a los eufemismos para no alterar a los defensores de la fantasmal (nadie la ha visto últimamente) soberanía, que otrora radicaba en el pueblo y hoy reside en la curul de algún legislador intocable. Aun con estos subterfugios retóricos los reformadores fracasan; tal es la formidable fuerza de los buscadores de rentas a expensas del Estado. (Cuán actual resulta Bastiat con su descarnada definición del Estado, esa ficción por la que todo mundo busca vivir a costillas de los demás).
Más allá de las personas y de las circunstancias este arreglo político-jurídico es infernal: Diseñado para que los gobiernos recurran a las medidas populistas – controlar, subsidiar, gastar rápidamente lo poco que se ahorra- pero que deja impotentes a los mismos gobiernos para resolver los problemas de fondo, incapaces de liberar. Eso no. Eso va contra la dichosa “soberanía” (¿soberanía de quién sobre quién?, ¿soberanía sobre qué y para qué?) y contra los intocables “ideales” plasmados en la Ley Suprema.
Las utopías siempre son un gran negocio para los sumos sacerdotes que las predican.
De Bastiat a Reagan, comentario de Ramón Mier
Al leer tu artículo me vino a la memoria Ronald Reagan y la forma en que con unas cuantas frases describió el modo en que los gobiernos ven la economía:"Si se mueve, ponle un impuesto. Si continua moviéndose, ponle una regulación. Cuando finalmente deje de moverse, subsídialo."
Con estas frases se desnudan los absurdos de la intervención estatal. Pero siempre habrá quien se encargue de vestir el absurdo y presentárselo a la gente de un modo que la intervención parezca atractiva.Intervenir para controlar parece ser la vocación de los gobiernos. Es por eso importante que siempre existan voces que se opongan al crecimiento del gobierno y a su capacidad para intervenir y controlar.
1 Comentarios:
Estoy de acuerdo contigo, los gobiernos a lo largo de la historia se han empeñado en tratar de controlarlo casi todo.
Al leer tu artículo me vino a la memoria Ronald Reagan y la forma en que con unas cuantas frases describió el modo en que los gobiernos ven la economía:
"Si se mueve, pónle un impuesto. Si continúa moviéndose, ponle una regulaición. Cuando finalmente déje de moverse, subsídialo."
Con estas frases se desnudan los absurdos de la intervensión estatal. Pero siempre habrá quien se encarge de vestir el absurdo y presentárselo a la gente d eun modo que la intervención parezca atractiva.
Intervenir para controlar parece ser la vocación de los gobiernos. Es por eso importante que siempre existan voces que se opongan al crecimiento del gobierno y a su capacidad para intervenir y controlar.
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