¿Por qué el superávit fiscal?
La propuesta de un superávit fiscal de poco más de $17 mil millones de pesos para 2006 es inobjetable, porque disminuir el costo financiero de una vez es el mejor destino – el uso óptimo- que se le puede dar a esos recursos públicos.
Para nadie que haya leído mis artículos en los últimos diez años resultará una sorpresa que me muestre como un ferviente partidario del superávit fiscal, en particular para el caso de México. Pero las convicciones – pese a lo que digan los dictadores de las modas ideológicas- no deben ser caprichosas ni voluntariosas, sino fundarse en una evaluación inteligente de hechos y datos objetivos. Intentaré fundar, entonces, las causas de mi fundamentalismo fiscal.
Uno. Tener un superávit – de acuerdo a la tradicional medición del balance fiscal – significa disminuir en términos netos la deuda pública.
Dos. Al disminuir la deuda pública, disminuyen también la intensidad y frecuencia de las solicitaciones de dinero por parte del gobierno en los mercados financieros. Ello, por supuesto, redunda en una mayor disponibilidad de recursos para prestar a quienes no son el gobierno: Para la sociedad.
Tres. No sólo eso, sino que aumenta el margen de credibilidad (crédito) del propio gobierno en los mercados financieros, lo que mejora la valuación que hacen los mercados de su calidad como deudor – por ejemplo, el llamado “riesgo-país”- y las tasas de interés tienden a disminuir, tanto para el gobierno como para la sociedad. Así, no sólo tenemos más recursos para el financiamiento de la sociedad, sino que tenemos dichos créditos disponibles a un menor costo relativo.
Cuatro. Si consideramos que el objetivo primero de la economía es lograr el mejor aprovechamiento de los recursos escasos, al liberar recursos para la sociedad (que, a diferencia del gobierno, sí tiene una restricción presupuestal dura porque no se puede dar el lujo de desperdiciar recursos que, a diferencia del gobierno, sí le cuestan y sí le pertenecen) estamos dirigiendo ese excedente de recursos susceptibles de prestarse a los agentes económicos que pueden darle, vis a vis el gobierno, un uso más productivo. Es decir, a quienes sí pueden multiplicar tales recursos y generar valor (riqueza) con ellos porque los invertirán productivamente.
Cinco. Si además consideramos que, junto con la disciplina fiscal, la situación relativamente bonancible de las finanzas públicas proviene en buena medida de un factor afortunado y azaroso (mayores precios del petróleo) pero efímero, el peor uso que les podríamos dar a esos recursos es destinarlos a gastos corrientes del gobierno que no generan riqueza, sino que la consumen.
Seis. En resumen: El benéfico efecto multiplicador que tendrá una disminución neta de la deuda pública supera con creces cualquier uso alternativo para esos recursos; es el superávit fiscal el destino donde tales recursos generarán mayor crecimiento para el país.
Siete. Vistas así las cosas, sólo algunos trasnochados atrapados en el keynesianismo más ramplón y mecanicista pueden creer que un déficit fiscal ayuda al crecimiento.
Para nadie que haya leído mis artículos en los últimos diez años resultará una sorpresa que me muestre como un ferviente partidario del superávit fiscal, en particular para el caso de México. Pero las convicciones – pese a lo que digan los dictadores de las modas ideológicas- no deben ser caprichosas ni voluntariosas, sino fundarse en una evaluación inteligente de hechos y datos objetivos. Intentaré fundar, entonces, las causas de mi fundamentalismo fiscal.
Uno. Tener un superávit – de acuerdo a la tradicional medición del balance fiscal – significa disminuir en términos netos la deuda pública.
Dos. Al disminuir la deuda pública, disminuyen también la intensidad y frecuencia de las solicitaciones de dinero por parte del gobierno en los mercados financieros. Ello, por supuesto, redunda en una mayor disponibilidad de recursos para prestar a quienes no son el gobierno: Para la sociedad.
Tres. No sólo eso, sino que aumenta el margen de credibilidad (crédito) del propio gobierno en los mercados financieros, lo que mejora la valuación que hacen los mercados de su calidad como deudor – por ejemplo, el llamado “riesgo-país”- y las tasas de interés tienden a disminuir, tanto para el gobierno como para la sociedad. Así, no sólo tenemos más recursos para el financiamiento de la sociedad, sino que tenemos dichos créditos disponibles a un menor costo relativo.
Cuatro. Si consideramos que el objetivo primero de la economía es lograr el mejor aprovechamiento de los recursos escasos, al liberar recursos para la sociedad (que, a diferencia del gobierno, sí tiene una restricción presupuestal dura porque no se puede dar el lujo de desperdiciar recursos que, a diferencia del gobierno, sí le cuestan y sí le pertenecen) estamos dirigiendo ese excedente de recursos susceptibles de prestarse a los agentes económicos que pueden darle, vis a vis el gobierno, un uso más productivo. Es decir, a quienes sí pueden multiplicar tales recursos y generar valor (riqueza) con ellos porque los invertirán productivamente.
Cinco. Si además consideramos que, junto con la disciplina fiscal, la situación relativamente bonancible de las finanzas públicas proviene en buena medida de un factor afortunado y azaroso (mayores precios del petróleo) pero efímero, el peor uso que les podríamos dar a esos recursos es destinarlos a gastos corrientes del gobierno que no generan riqueza, sino que la consumen.
Seis. En resumen: El benéfico efecto multiplicador que tendrá una disminución neta de la deuda pública supera con creces cualquier uso alternativo para esos recursos; es el superávit fiscal el destino donde tales recursos generarán mayor crecimiento para el país.
Siete. Vistas así las cosas, sólo algunos trasnochados atrapados en el keynesianismo más ramplón y mecanicista pueden creer que un déficit fiscal ayuda al crecimiento.
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