El dilema electoral de las reformas
Las recientes elecciones en Alemania se centraron en la necesidad, o no, de hacer reformas estructurales que devuelvan competitividad a esa economía maltrecha. Al final, la retórica social-populista prevaleció. ¿Por qué es tan difícil de vender electoralmente el sano realismo económico?
A pesar del mal desempeño económico de Alemania en años recientes, el canciller Schroeder logró evitar un vuelco en el gobierno alemán explotando, con sagacidad, el miedo que en una franja amplia de los electores suscitan las reformas que deben corregir los excesos y deficiencias del llamado "Estado de Bienestar".
Ante la enfermedad – desempleo, caída de la productividad y por ende de la competitividad, excesivo gasto del gobierno, formidables presiones fiscales derivadas de la agenda de compromisos del "Estado de Bienestar"-, la promesa de aumentar la dosis de social-burocracia triunfó. Apenas, pero triunfó.
En efecto, las promesas electorales que usaron la social-democracia y la izquierda descafeinada, para satanizar las propuestas de realismo económico de una eventual coalición conservadora-liberal (que habría encabezado Angela Merkel), fueron: Nuevas disminuciones en la jornada laboral, un salario mínimo aún más elevado, mayores pensiones, crecimiento del Estado y sus regulaciones y subsidios, más impuestos para los sectores de altos ingresos. Una agenda social-burócrata típica.
En el fondo, en Alemania – como en casi toda la Europa continental –se enfrentan dos modelos de sociedad y de gobierno que, pese a toda la palabrería sobre una "tercera vía" o una conciliación de los opuestos, son diametralmente diferentes. Los electores que favorecieron la permanencia de la social-democracia parecen creer que, pese a todo, la economía alemana sólo necesita ajustes menores y que, con una abundante buena voluntad de parte de los políticos, el modelo de Economía del Bienestar puede funcionar razonablemente bien.
No hay necesidad, en esta perspectiva, de sacrificios mayores. Por el contrario, la dosis puede aumentarse y basta con cobrarles más impuestos a los ricos para que el esquema sea viable. Aunque el error de este remedo de diagnóstico es obvio, hay en gran parte de los electores la poderosa voluntad de creer, las ganas de que tanta belleza sea posible. Es claro, por ejemplo, que las jornadas laborales reducidas combinadas con salarios mínimos altos y beneficios pensionarios desligados de las aportaciones individuales hacen una combinación explosiva y terminan en mayor desempleo, crecientes déficit fiscales, pérdida de competitividad y tensiones sociales. Aunque todo esto sea claro, el elector medio prefiere no verlo, porque es beneficiario, o desea serlo, de ese social-populismo.
Es más fácil, en el terreno electoral, hacer cuentas alegres para que las promesas de la utopía social-burócrata parezcan viables. No hay tal. Las promesas siguen sin cuadrar en la más elemental aritmética. No habrá milagro del mismo modo que antes no lo hubo. Pero las ganas de creer y el miedo al cambio y a las exigencias de la productividad pueden más. Por ahora.
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