Pensamiento mágico contra la corrupción
Una de las mejores argucias de los déspotas – digamos, de los ayatolas en el Irán posterior a la caída del Sha – es la de enarbolar cruzadas moralistas contra la corrupción, que les permiten ejercer un poder absoluto, destrozar el Estado de Derecho y establecer regímenes dictatoriales.
En la mentalidad populista la corrupción no se combate con leyes que transparenten la vida pública sino con condenas fulminantes en tribunales extra jurídicos – como los medios de comunicación- ante las cuales los acusados no puedan defenderse.
El pensamiento mágico en el que se sustenta la prédica populista establece como axiomas las siguientes falacias acerca de la corrupción:
Uno: Las políticas públicas en sí mismas son irrelevantes, lo importante es que las diseñen y las pongan en práctica los “buenos”. Un político “bueno” diseñará políticas públicas correctas y, desde luego, “buenas”; un político “malo”, a despecho de su capacidad técnica e intelectual, llevará a cabo políticas “malas”. Así, es inútil discutir la viabilidad y la pertinencia de tal o cual política pública. Lo importante es discernir si quienes la proponen o aplican pertenecen al ejército de los “buenos” o a la legión de los “malos”. ¿Qué determina la “bondad” o “maldad” de las personas específicas? Muy sencillo: Alguien tendrá inevitablemente “malas” intenciones si pertenece al grupo o partido equivocado, si no está alineado con el líder populista o con su partido.
Dos: Los corruptos no se conforman con buscar su beneficio personal; desean que les vaya mal a los pobres y a los honrados. Esto hace que el daño que provocan a la economía y al bienestar sea inconmensurable; la buena nueva es que, dada la capacidad para el mal que tienen los corruptos, bastará con combatirlos y castigarlos ejemplarmente para que la economía y el bienestar florezcan. De ahí que los predicadores populistas afirmen que el combate a la corrupción, que ellos encabezarán al llegar al poder, generará recursos prácticamente infinitos (abundancia) que harán realizables todas sus promesas (promesas a las que precisamente los presuntos corruptos o sus cómplices tildan de inviables o desorbitadas).
Tres: La transparencia no sólo no sirve para evitar la corrupción sino que puede convertirse en un obstáculo para que el líder moralizador – el Ayatola- actúe en contra de la corrupción. Las exigencias de la transparencia inhiben y retardan la acción justiciera. (De ahí que los populistas no pierdan el precioso tiempo de su cruzada moralizadora rindiendo cuentas de sus actos; las prácticas de transparencia pública, para colmo, han sido diseñadas por los mismos corruptos para ponerles obstáculos a los “buenos”).
Cuatro: Las leyes que protegen la propiedad y las libertades de las personas, así como las leyes y sistemas que dicen proteger a los individuos contra actos arbitrarios de las autoridades (amparo, independencia del poder judicial), son en realidad herramientas de los corruptos para eludir la acción moralizadora de los “buenos”.
Cambiando de asunto: ¿Vio usted la entrevista que le hicieron a un aspirante a la Presidencia en la televisión, canal 4, la mañana del martes? Fue, digamos, reveladora.
En la mentalidad populista la corrupción no se combate con leyes que transparenten la vida pública sino con condenas fulminantes en tribunales extra jurídicos – como los medios de comunicación- ante las cuales los acusados no puedan defenderse.
El pensamiento mágico en el que se sustenta la prédica populista establece como axiomas las siguientes falacias acerca de la corrupción:
Uno: Las políticas públicas en sí mismas son irrelevantes, lo importante es que las diseñen y las pongan en práctica los “buenos”. Un político “bueno” diseñará políticas públicas correctas y, desde luego, “buenas”; un político “malo”, a despecho de su capacidad técnica e intelectual, llevará a cabo políticas “malas”. Así, es inútil discutir la viabilidad y la pertinencia de tal o cual política pública. Lo importante es discernir si quienes la proponen o aplican pertenecen al ejército de los “buenos” o a la legión de los “malos”. ¿Qué determina la “bondad” o “maldad” de las personas específicas? Muy sencillo: Alguien tendrá inevitablemente “malas” intenciones si pertenece al grupo o partido equivocado, si no está alineado con el líder populista o con su partido.
Dos: Los corruptos no se conforman con buscar su beneficio personal; desean que les vaya mal a los pobres y a los honrados. Esto hace que el daño que provocan a la economía y al bienestar sea inconmensurable; la buena nueva es que, dada la capacidad para el mal que tienen los corruptos, bastará con combatirlos y castigarlos ejemplarmente para que la economía y el bienestar florezcan. De ahí que los predicadores populistas afirmen que el combate a la corrupción, que ellos encabezarán al llegar al poder, generará recursos prácticamente infinitos (abundancia) que harán realizables todas sus promesas (promesas a las que precisamente los presuntos corruptos o sus cómplices tildan de inviables o desorbitadas).
Tres: La transparencia no sólo no sirve para evitar la corrupción sino que puede convertirse en un obstáculo para que el líder moralizador – el Ayatola- actúe en contra de la corrupción. Las exigencias de la transparencia inhiben y retardan la acción justiciera. (De ahí que los populistas no pierdan el precioso tiempo de su cruzada moralizadora rindiendo cuentas de sus actos; las prácticas de transparencia pública, para colmo, han sido diseñadas por los mismos corruptos para ponerles obstáculos a los “buenos”).
Cuatro: Las leyes que protegen la propiedad y las libertades de las personas, así como las leyes y sistemas que dicen proteger a los individuos contra actos arbitrarios de las autoridades (amparo, independencia del poder judicial), son en realidad herramientas de los corruptos para eludir la acción moralizadora de los “buenos”.
Cambiando de asunto: ¿Vio usted la entrevista que le hicieron a un aspirante a la Presidencia en la televisión, canal 4, la mañana del martes? Fue, digamos, reveladora.
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