Una anécdota sobre Graham Greene
En los hechos, el nombre de Dios lo mismo se ha usado para someter que para liberar.
Contaba ese gran maestro que fue Miguel Manzur Kuri que en uno de sus primeros viajes a México el escritor británico Graham Greene escuchó decir a uno de sus distinguidos guías, durante una visita a la Basílica de Guadalupe (y a la vista de la fe desbordada de cientos de peregrinos), que la aparición de la Vírgen de Guadalupe había sido un invento de los conquistadores españoles para mejor someter a los indígenas mexicanos. Greene habría observado otra vez el entusiasmo de los mexicanos que se postraban a los pies de la imagen venerada antes de responder: “Por lo que veo, más bien pensaría que fue un invento de los mexicanos para liberarse de la opresión de los españoles”.
Nótese que en la anécdota los interlocutores no están discutiendo, en absoluto, la veracidad o inautenticidad de las apariciones guadalupanas, sino que – partiendo de la hipótesis de que están presenciando un fenómeno de mitificación colectiva- discuten a quién beneficia más dicho mito, si a unos presuntos oprimidos o a unos presuntos opresores.
Es como si el cicerone de Greene le dijese: “La religiosidad funciona como un opio adormecedor y ayuda a que los oprimidos se mantengan como tales”. El viejo alegato de Marx acerca de la religión como el suspiro de la criatura oprimida, como la esperanza en un mundo sin esperanza. Y es como si Greene respondiese, como un adelantado – que en cierto forma lo fue – de ciertos teólogos de la liberación, inficionados también de marxismo pero con sus gotas de agua bendita: “No, por el contrario, este mito ayuda a que los oprimidos se liberen, porque ante el lugar sagrado la espada del conquistador se detiene y el ánimo del oprimido se levanta para luchar por la revolución colectiva”.
Hay, desde luego, una tercera hipótesis que hago mía: ¿Y si no estuviésemos ante un mito, sino ante un auténtico fenómeno sobrenatural que ejerce un influjo tan poderoso sobre el espíritu humano que se vuelve botín político de unos y otros: De quienes lo usan como resignación ante la injusticia y de quienes lo usan como acicate para convalidar una lucha ideológica que nada tiene de religiosa o sobrenatural? En tal caso, ambos usos traicionan la naturaleza estrictamente religiosa del fenómeno, ambos usos profanan lo sagrado.
En cierta forma, esta discusión ejemplifica una de las grandes tragedias de México en el siglo XIX: De cómo el uso faccioso – político, profano- de la religión mató el proyecto de nación que imaginaron los grandes liberales de la República Restaurada.
¿Qué tanta responsabilidad tuvieron los hombres de la Iglesia Católica en México del fracaso, lamentable a todas luces, de la reforma liberal?, ¿cuán diferente sería la historia de México si en el nombre de Dios o en el de la revolución no se hubiese decretado –aún ahora – como sospechosa de todo pecado a la libertad individual y a la supremacía de la persona, de cada persona, sobre el Estado?
Contaba ese gran maestro que fue Miguel Manzur Kuri que en uno de sus primeros viajes a México el escritor británico Graham Greene escuchó decir a uno de sus distinguidos guías, durante una visita a la Basílica de Guadalupe (y a la vista de la fe desbordada de cientos de peregrinos), que la aparición de la Vírgen de Guadalupe había sido un invento de los conquistadores españoles para mejor someter a los indígenas mexicanos. Greene habría observado otra vez el entusiasmo de los mexicanos que se postraban a los pies de la imagen venerada antes de responder: “Por lo que veo, más bien pensaría que fue un invento de los mexicanos para liberarse de la opresión de los españoles”.
Nótese que en la anécdota los interlocutores no están discutiendo, en absoluto, la veracidad o inautenticidad de las apariciones guadalupanas, sino que – partiendo de la hipótesis de que están presenciando un fenómeno de mitificación colectiva- discuten a quién beneficia más dicho mito, si a unos presuntos oprimidos o a unos presuntos opresores.
Es como si el cicerone de Greene le dijese: “La religiosidad funciona como un opio adormecedor y ayuda a que los oprimidos se mantengan como tales”. El viejo alegato de Marx acerca de la religión como el suspiro de la criatura oprimida, como la esperanza en un mundo sin esperanza. Y es como si Greene respondiese, como un adelantado – que en cierto forma lo fue – de ciertos teólogos de la liberación, inficionados también de marxismo pero con sus gotas de agua bendita: “No, por el contrario, este mito ayuda a que los oprimidos se liberen, porque ante el lugar sagrado la espada del conquistador se detiene y el ánimo del oprimido se levanta para luchar por la revolución colectiva”.
Hay, desde luego, una tercera hipótesis que hago mía: ¿Y si no estuviésemos ante un mito, sino ante un auténtico fenómeno sobrenatural que ejerce un influjo tan poderoso sobre el espíritu humano que se vuelve botín político de unos y otros: De quienes lo usan como resignación ante la injusticia y de quienes lo usan como acicate para convalidar una lucha ideológica que nada tiene de religiosa o sobrenatural? En tal caso, ambos usos traicionan la naturaleza estrictamente religiosa del fenómeno, ambos usos profanan lo sagrado.
En cierta forma, esta discusión ejemplifica una de las grandes tragedias de México en el siglo XIX: De cómo el uso faccioso – político, profano- de la religión mató el proyecto de nación que imaginaron los grandes liberales de la República Restaurada.
¿Qué tanta responsabilidad tuvieron los hombres de la Iglesia Católica en México del fracaso, lamentable a todas luces, de la reforma liberal?, ¿cuán diferente sería la historia de México si en el nombre de Dios o en el de la revolución no se hubiese decretado –aún ahora – como sospechosa de todo pecado a la libertad individual y a la supremacía de la persona, de cada persona, sobre el Estado?
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