miércoles, 9 de agosto de 2006

Destruir lo que funciona, ¿locura tolerada?

Dice el esquizofrénico: "La institucionalidad soy yo".


Para efectos prácticos el lenguaje nos permite entendernos – hace inteligible la emisión de sonidos o la representación escrita de símbolos- porque es una institución. Y una institución, también para efectos prácticos, es un conjunto de reglas del juego que permiten la interacción social.
El gran drama de incomunicación y radical soledad del esquizofrénico radica en que él crea su propio lenguaje, sus propias reglas del juego ajenas al resto del mundo, sus propios signos con sus propios significados, su propia sintaxis. La consigna del esquizofrénico, que lo separa del mundo y lo condena al aislamiento y a la incomunicación, podría formularse así: "La institucionalidad soy yo". Dicho de otra forma: El mundo debe adaptarse a mí, no yo al mundo.
Desde otro punto de vista, es un hecho que las instituciones, esas reglas del juego que permiten la interacción social y que nos permiten anticipar los efectos de nuestros actos – por ejemplo, pasarme la luz roja del semáforo causará problemas más o menos graves a mí o a los demás conductores-, son una condición necesaria para el bienestar y el progreso. Otro ejemplo: No puedo comprar o vender si no tengo certidumbre de que los pactos o los contratos serán respetados, serán institucionales; no puedo aceptar o rechazar una oferta de trabajo si no sé si las condiciones pactadas serán respetadas a lo largo del tiempo, si no hay una institucionalidad en las relaciones laborales.
México no tiene una gran reputación como país de instituciones plenamente confiables, pero en las últimas dos o tres décadas en el país se han reforzado instituciones ya existentes –pero que eran débiles o de endeble institucionalidad- y se han creado nuevas instituciones con el fin de otorgar certidumbre a todos los participantes. Ejemplo de lo primero (instituciones débiles que se han fortalecido) es el banco central, mucho más eficaz gracias a su autonomía; ejemplo de lo segundo, son las instituciones electorales surgidas como la respuesta más inteligente a las suspicacias provocadas por un largo historial de fraudes e imposturas.
Cuando un agitador se hace presente afuera de una de esas instituciones que sí funcionan, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, y después de vituperar a los magistrados proclama que su propósito es movilizar a sus seguidores (¿incondicionales?) no ya para reclamar un espectral triunfo en los comicios, sino para transformar de raíz las instituciones de todo el país, tenemos un serio problema. Y digo tenemos porque se trata, entonces, de una amenaza a todo lo que nos permite, más o menos, convivir, entendernos y progresar.
No es sólo un caso clínico, como la viejecita que todas las tardes lanza proclamas entre divertidas y descabelladas a las puertas del Palacio Nacional, para asombro y hasta chanza de los transeúntes y guardianes de las puertas de ese recinto, sino que es una descarnada amenaza al Estado y a la sociedad.
¿Hasta cuándo Catilina, abusarás de nuestra paciencia?

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