Nabokov, protestas forzadas y un gran fastidio
Sospecho, al verlos y oírlos, que los actores de la protesta no saben muy bien su papel; los oradores gritan su mezcolanza de lugares comunes pero no entusiasman al auditorio desperdigado en la plaza.
Vladimir Nabokov interrumpe la deliciosa narración de los recuerdos de su infancia y advierte tajante:
“Este párrafo no es para lector en general, sino para el idiota en particular que, porque ha perdido su fortuna en alguna quiebra, cree comprenderme.
“Mi antigua (desde 1917) querella con la dictadura soviética no tiene relación alguna con asuntos de propiedad. Mi desprecio para el émigré que ‘odia a los rojos’ porque le ‘robaron’ su dinero y sus tierras no puede ser más absoluto. La nostalgia que he estado acariciando durante todos estos años no es dolor por los billetes de banco perdidos sino una hipertrofiada conciencia de infancia perdida”.
Cierro el libro. En la mesa de junto, una gorda de mediana edad, sudorosa, acomoda su inmenso trasero en la silla, se asoma hacia la plaza y diagnostica: “Ya empiezan a concentrarse”. Su compañera, sin esa vulgaridad ostentosa de la gorda, asiente. Ordenan su comida. La gorda decide: “Vamos al baño”. Se levantan y la gorda intercepta a una mesera preguntándole por “los sanitarios”. Le indica que están en el primer piso, arriba. La gorda grita para que todos nos enteremos: “Entonces voy a comer con las manos sucias, tengo (sic) una cirugía de rodilla y no puedo subir escaleras”. Sonriente, la mesera le dice: “Hay elevador”. Asunto arreglado: La gorda sí se lavará las manos. Suspiro aliviado por este pequeño triunfo de la higiene.
Conjeturo que el par de mujeres forman parte de la avanzadilla de la protesta convocada esta tarde calurosa para enumerar una tupida agenda de agravios (de acuerdo con las mantas), que si las pensiones, que si el campo, que si el presupuesto para la educación, que si la presunta privatización de no se qué maravillas…
Pago la cuenta, tomo mi libro de Nabokov – “Habla, memoria”- y un rato después cruzo la plaza en la que todavía parece haber más mantas que gente. Un orador se desgañita. Un puñado le hace caso. Los demás remolonean o ensayan el milenario juego mexicano de los golpes fingidos, las pullas y las anfibologías de connotación sexual (“albures”) para pasar el rato.
Vladimir Nabokov interrumpe la deliciosa narración de los recuerdos de su infancia y advierte tajante:
“Este párrafo no es para lector en general, sino para el idiota en particular que, porque ha perdido su fortuna en alguna quiebra, cree comprenderme.
“Mi antigua (desde 1917) querella con la dictadura soviética no tiene relación alguna con asuntos de propiedad. Mi desprecio para el émigré que ‘odia a los rojos’ porque le ‘robaron’ su dinero y sus tierras no puede ser más absoluto. La nostalgia que he estado acariciando durante todos estos años no es dolor por los billetes de banco perdidos sino una hipertrofiada conciencia de infancia perdida”.
Cierro el libro. En la mesa de junto, una gorda de mediana edad, sudorosa, acomoda su inmenso trasero en la silla, se asoma hacia la plaza y diagnostica: “Ya empiezan a concentrarse”. Su compañera, sin esa vulgaridad ostentosa de la gorda, asiente. Ordenan su comida. La gorda decide: “Vamos al baño”. Se levantan y la gorda intercepta a una mesera preguntándole por “los sanitarios”. Le indica que están en el primer piso, arriba. La gorda grita para que todos nos enteremos: “Entonces voy a comer con las manos sucias, tengo (sic) una cirugía de rodilla y no puedo subir escaleras”. Sonriente, la mesera le dice: “Hay elevador”. Asunto arreglado: La gorda sí se lavará las manos. Suspiro aliviado por este pequeño triunfo de la higiene.
Conjeturo que el par de mujeres forman parte de la avanzadilla de la protesta convocada esta tarde calurosa para enumerar una tupida agenda de agravios (de acuerdo con las mantas), que si las pensiones, que si el campo, que si el presupuesto para la educación, que si la presunta privatización de no se qué maravillas…
Pago la cuenta, tomo mi libro de Nabokov – “Habla, memoria”- y un rato después cruzo la plaza en la que todavía parece haber más mantas que gente. Un orador se desgañita. Un puñado le hace caso. Los demás remolonean o ensayan el milenario juego mexicano de los golpes fingidos, las pullas y las anfibologías de connotación sexual (“albures”) para pasar el rato.
Etiquetas: "tradiciones mexicanas", demagogia, libros, pensiones, políticos, Vladimir Nabokov
2 Comentarios:
Ahh, Mexico. Cosas asi me hacen sentir menos nostalgia...
Un abrazo
Me alegra que este pequeño apunte de una tarde calurosa disminuya la nostalgia...y eso que nos logré describir los efluvios que emanan por estos rumbos donde, dicen, un águila se estaba comiendo a una serpiente y, para colmo, encima de un nopal.
Un abrazo, Mari
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