Retrato de político en trance (para matar el verano)
Cuando uno está en el negocio del poder no le paga a un psicoanalista para que le revele los oscuros motores de sus actos, le paga a un buen asesor de imagen para que oculte esos móviles y le fabrique otros flamantes, políticamente correctos.
Le gustaría tener diez o quince centímetros más de estatura. Le habría gustado ser políglota, tocar el piano. En fin, le habría gustado ser otro; tal vez en otro lugar, tal vez en otro tiempo.
A falta de eso, tiene el poder. Bueno, no todo; no todavía, pero está en el camino adecuado. Cuando uno está en el negocio del poder – y él ha subido ya suficientes escalones para saberlo – suceden cosas deliciosas: Las puertas se abren solas, los portafolios y maletines se mueven por sí mismos, las cosas no sólo se desean, suceden.
A cambio hay que soportar privaciones: Aguantar interlocutores pesados, escuchar peroratas fastidiosas, estrechar cientos de manos, palmear decenas de espaldas, repartir halagos, guardarse críticas, objeciones y enojos, cultivar a los otros poderosos, prodigar sonrisas a reporteros idiotas, adular a intelectuales vanidosos, contar los chistes correctos a los interlocutores adecuados, adivinar las próximas jugadas de adversarios y compañeros, creerse firmemente las propias mentiras, como esa de que sólo nos mueven los altos, supremos, luminosos motivos de la Patria.
No es un cínico. A veces, en la soledad inevitable del insomnio no puede evitar la pregunta incómoda “¿y todo esto para qué?”. Y lo crean o no sus críticos despiadados – esos buitres, esa jauría sedienta de sangre – a él no le falta una respuesta convincente: “Lo hago por la íntima satisfacción del deber cumplido”.
El deber cumplido. Ese cosquilleo leve y gozoso que va ascendiendo por la espalda y por los dedos de las manos hasta la cabeza, al ver los rostros de la gente agradecida, al escuchar los aplausos, al confirmar, en el asentimiento de los demás, que uno tiene razón (algo cada vez más frecuente conforme uno sube por la escalera del poder). Algunos le llaman “sensibilidad política”. Para eso – se repite en los raros momentos de ansiedad – se necesita vocación. Él la tiene. La mejor muestra es que a veces siente eso que, a falta de otro nombre, le llama “la íntima satisfacción del deber cumplido”.
Ése también es su alimento y no sólo el gozo de las puertas que se abren solas, de los maletines y portafolios que se mueven en solícitas manos de aquí para allá, no sólo esa otra sensación – increíble – de que las cosas que se desean, suceden.
Con el éxito no se discute y él es un hombre exitoso. Está a un paso de llegar a Secretario General del Partido y de ahí a las elecciones, al triunfo. Será entonces Primer Ministro y después veremos…
Claro que no le caerían mal unos diez o quince centímetros más de estatura – no por él, se dice, sino como muestra y señal de sus elevadas motivaciones patrióticas.
Le gustaría tener diez o quince centímetros más de estatura. Le habría gustado ser políglota, tocar el piano. En fin, le habría gustado ser otro; tal vez en otro lugar, tal vez en otro tiempo.
A falta de eso, tiene el poder. Bueno, no todo; no todavía, pero está en el camino adecuado. Cuando uno está en el negocio del poder – y él ha subido ya suficientes escalones para saberlo – suceden cosas deliciosas: Las puertas se abren solas, los portafolios y maletines se mueven por sí mismos, las cosas no sólo se desean, suceden.
A cambio hay que soportar privaciones: Aguantar interlocutores pesados, escuchar peroratas fastidiosas, estrechar cientos de manos, palmear decenas de espaldas, repartir halagos, guardarse críticas, objeciones y enojos, cultivar a los otros poderosos, prodigar sonrisas a reporteros idiotas, adular a intelectuales vanidosos, contar los chistes correctos a los interlocutores adecuados, adivinar las próximas jugadas de adversarios y compañeros, creerse firmemente las propias mentiras, como esa de que sólo nos mueven los altos, supremos, luminosos motivos de la Patria.
No es un cínico. A veces, en la soledad inevitable del insomnio no puede evitar la pregunta incómoda “¿y todo esto para qué?”. Y lo crean o no sus críticos despiadados – esos buitres, esa jauría sedienta de sangre – a él no le falta una respuesta convincente: “Lo hago por la íntima satisfacción del deber cumplido”.
El deber cumplido. Ese cosquilleo leve y gozoso que va ascendiendo por la espalda y por los dedos de las manos hasta la cabeza, al ver los rostros de la gente agradecida, al escuchar los aplausos, al confirmar, en el asentimiento de los demás, que uno tiene razón (algo cada vez más frecuente conforme uno sube por la escalera del poder). Algunos le llaman “sensibilidad política”. Para eso – se repite en los raros momentos de ansiedad – se necesita vocación. Él la tiene. La mejor muestra es que a veces siente eso que, a falta de otro nombre, le llama “la íntima satisfacción del deber cumplido”.
Ése también es su alimento y no sólo el gozo de las puertas que se abren solas, de los maletines y portafolios que se mueven en solícitas manos de aquí para allá, no sólo esa otra sensación – increíble – de que las cosas que se desean, suceden.
Con el éxito no se discute y él es un hombre exitoso. Está a un paso de llegar a Secretario General del Partido y de ahí a las elecciones, al triunfo. Será entonces Primer Ministro y después veremos…
Claro que no le caerían mal unos diez o quince centímetros más de estatura – no por él, se dice, sino como muestra y señal de sus elevadas motivaciones patrióticas.
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