La falacia de las rentas garantizadas
Ricardo Medina Macías
Si se pretende que el Estado garantice los ingresos reales de quienes realizan determinada actividad, al margen de cualquier cambio en las condiciones del mercado, la “seguridad económica” otorgada a ese grupo sólo podrá obtenerse imponiendo un castigo injusto al resto de la sociedad.
Hay quien cree que el Estado perfecto sería aquél que nos garantizase a cada cual unos ingresos reales constantes y satisfactorios de por vida, independientemente de cualquier vicisitud. Por “razonable” que parezca ese Estado ideal es la perfecta receta para el desastre.
La flamante Ley de Desarrollo Sustentable de la Caña de Azúcar aprobada por el Congreso mexicano el pasado 21 de junio es un excelente ejemplo de esta locura del “Estado ideal”. En la misma medida que pretende garantizar rentas reales inmutables a un grupo – dos organizaciones que agrupan a los productores de caña – condena al resto de la sociedad a diversos castigos y servidumbres.
En un mercado libre los precios son el resultado final de miles de variables cambiantes que nadie, ni siquiera el gobierno más poderoso, puede aspirar a controlar. Sin embargo, siempre hay grupos – cazadores de rentas – que pretenderán que el Estado les garantice una ganancia mínima constante. ¿Cómo puede el Estado lograrlo? Obligando a que se mantenga constante – a pesar de todas las vicisitudes – una o más de una de las variables de la compleja ecuación: Sea el precio (es decir: el resultado de la ecuación), sean los salarios, sea el empleo, sea el margen de utilidad del empresario, sea el costo de los insumos, sea la tecnología o hasta la forma de organizar la producción.
Garantizar una renta inamovible para un grupo – digamos para los productores de caña en el caso de la agroindustria azucarera- requiere que el Estado utilice su poder coercitivo para convertir en “constante” lo que en la ecuación del mercado es por definición variable – porque es interdependiente del resto de las variables- y, por lo tanto, requiere que el Estado manipule también las demás variables de la ecuación en perjuicio y en contra de los legítimos derechos del resto de los participantes en la economía.
El grupo beneficiado por decreto carecerá de incentivos para incrementar su productividad, por lo que el Estado deberá destinar cada vez más dinero de los contribuyentes para mantener su renta constante. El Estado deberá también impedir la competencia que, a través de mejores precios y/o productos sustitutivos, podría afectar la renta constante. También deberá evitar la introducción de cualquier avance tecnológico que encuentre mejores usos alternativos para el producto o que permita diferenciar el producto por su calidad (porque en el esquema de renta garantizada la calidad es irrelevante).
Además, en un esquema de renta garantizada para los productores de un insumo – como es el caso de la caña de azúcar – se crea un incentivo perverso para una sobreproducción ruinosa (fetichismo de la producción) porque el Estado (en última instancia los contribuyentes) se obliga a comprar todos los excedentes a un precio garantizado, haya o no demanda para ellos.
Lo dicho: Un perfecto desastre económico.
Si se pretende que el Estado garantice los ingresos reales de quienes realizan determinada actividad, al margen de cualquier cambio en las condiciones del mercado, la “seguridad económica” otorgada a ese grupo sólo podrá obtenerse imponiendo un castigo injusto al resto de la sociedad.
Hay quien cree que el Estado perfecto sería aquél que nos garantizase a cada cual unos ingresos reales constantes y satisfactorios de por vida, independientemente de cualquier vicisitud. Por “razonable” que parezca ese Estado ideal es la perfecta receta para el desastre.
La flamante Ley de Desarrollo Sustentable de la Caña de Azúcar aprobada por el Congreso mexicano el pasado 21 de junio es un excelente ejemplo de esta locura del “Estado ideal”. En la misma medida que pretende garantizar rentas reales inmutables a un grupo – dos organizaciones que agrupan a los productores de caña – condena al resto de la sociedad a diversos castigos y servidumbres.
En un mercado libre los precios son el resultado final de miles de variables cambiantes que nadie, ni siquiera el gobierno más poderoso, puede aspirar a controlar. Sin embargo, siempre hay grupos – cazadores de rentas – que pretenderán que el Estado les garantice una ganancia mínima constante. ¿Cómo puede el Estado lograrlo? Obligando a que se mantenga constante – a pesar de todas las vicisitudes – una o más de una de las variables de la compleja ecuación: Sea el precio (es decir: el resultado de la ecuación), sean los salarios, sea el empleo, sea el margen de utilidad del empresario, sea el costo de los insumos, sea la tecnología o hasta la forma de organizar la producción.
Garantizar una renta inamovible para un grupo – digamos para los productores de caña en el caso de la agroindustria azucarera- requiere que el Estado utilice su poder coercitivo para convertir en “constante” lo que en la ecuación del mercado es por definición variable – porque es interdependiente del resto de las variables- y, por lo tanto, requiere que el Estado manipule también las demás variables de la ecuación en perjuicio y en contra de los legítimos derechos del resto de los participantes en la economía.
El grupo beneficiado por decreto carecerá de incentivos para incrementar su productividad, por lo que el Estado deberá destinar cada vez más dinero de los contribuyentes para mantener su renta constante. El Estado deberá también impedir la competencia que, a través de mejores precios y/o productos sustitutivos, podría afectar la renta constante. También deberá evitar la introducción de cualquier avance tecnológico que encuentre mejores usos alternativos para el producto o que permita diferenciar el producto por su calidad (porque en el esquema de renta garantizada la calidad es irrelevante).
Además, en un esquema de renta garantizada para los productores de un insumo – como es el caso de la caña de azúcar – se crea un incentivo perverso para una sobreproducción ruinosa (fetichismo de la producción) porque el Estado (en última instancia los contribuyentes) se obliga a comprar todos los excedentes a un precio garantizado, haya o no demanda para ellos.
Lo dicho: Un perfecto desastre económico.
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