Yihad: La conexión paquistaní
En las naciones “conversas” al Islam, como Pakistán, el fundamentalismo islámico ha proporcionado una cosmovisión inflexible y radicalmente maniquea. El odio hacia la civilización occidental, insuflado en mentes y corazones, ya no conoce fronteras y “prende” como seña de identidad en no pocos emigrantes que viven desarraigados en Europa.
Las conexiones islámicas de los ataques terroristas del 7 de julio en Londres llevan a Pakistán. Sea por la vía de las visitas de adoctrinamiento que realizaron los terroristas suicidas a ese país, sea por la vía de la herencia cultural que en algunos casos ha trascendido hasta dos o tres generaciones.
Suele pasarse por alto el hecho de que Pakistán – al igual que Indonesia, Malasia y hasta Irán e Irak- no es una nación islámica por origen milenario, sino por conversión. De hecho, para los pueblos “conversos” al Islam la fe musulmana radical se ha impuesto en tres sentidos profundos:
Uno. Como imperialismo religioso inflexible y brutal: Los lugares sagrados del Islam no están en la propia tierra o en la de los ancestros, sino en las naciones de la comunidad árabe, especialmente en Arabia Saudita.
Dos. Como contundente sistema de control y organización política y social que ha dado a no pocos gobiernos – véase el caso de Irán – un dominio prácticamente absoluto sobre las vidas públicas y privadas de los habitantes. El costo a pagar por la aparente cohesión social ha sido una opresión brutal sobre la vida y las conciencias.
Tres. Como cosmovisión maniquea impregnada de odio radical hacia lo ajeno, que es Occidente. La biografía de los terroristas del 7 de julio nos advierte que pueden pasar dos y hasta tres generaciones de “vida normal” en Occidente – en este caso la Gran Bretaña – y persiste, como corriente subterránea en las conciencias (alimentada por las prédicas religiosas más incendiarias y odiosas), el fundamentalismo. Parecería que a un mayor sentimiento de desarraigo en Occidente, estos soldados secretos de la “Yihad” más se aferran al “clavo ardiendo” que representa el fundamentalismo islámico.
El 26 de enero pasado escribí en estas mismas páginas un comentario que preguntaba: “¿Debemos temerle al Islam?” y respondía que, por desgracia, sí. Al menos debemos temerle a ese Islam que se ha impuesto en no pocos pueblos como imperialismo, sistema de dominación y permanente grito de guerra en contra de Occidente.
Vuelvo a citar, por ello, la reveladora sentencia que escribiese V. S. Naipaul en 1998: Los conversos al Islam “deben despojarse de su pasado; a los conversos no se les exige sino la fe más pura (si es que se puede llegar a tal cosa), el Islam, la sumisión. Es el imperialismo más inflexible que se pueda imaginar”.
No estamos hablando de una curiosidad histórica o de una excentricidad geográfica que no nos concierna en un país, como México, que quisiera soñarse – para estos efectos – ajeno a las vicisitudes que agobian al planeta.
Las conexiones islámicas de los ataques terroristas del 7 de julio en Londres llevan a Pakistán. Sea por la vía de las visitas de adoctrinamiento que realizaron los terroristas suicidas a ese país, sea por la vía de la herencia cultural que en algunos casos ha trascendido hasta dos o tres generaciones.
Suele pasarse por alto el hecho de que Pakistán – al igual que Indonesia, Malasia y hasta Irán e Irak- no es una nación islámica por origen milenario, sino por conversión. De hecho, para los pueblos “conversos” al Islam la fe musulmana radical se ha impuesto en tres sentidos profundos:
Uno. Como imperialismo religioso inflexible y brutal: Los lugares sagrados del Islam no están en la propia tierra o en la de los ancestros, sino en las naciones de la comunidad árabe, especialmente en Arabia Saudita.
Dos. Como contundente sistema de control y organización política y social que ha dado a no pocos gobiernos – véase el caso de Irán – un dominio prácticamente absoluto sobre las vidas públicas y privadas de los habitantes. El costo a pagar por la aparente cohesión social ha sido una opresión brutal sobre la vida y las conciencias.
Tres. Como cosmovisión maniquea impregnada de odio radical hacia lo ajeno, que es Occidente. La biografía de los terroristas del 7 de julio nos advierte que pueden pasar dos y hasta tres generaciones de “vida normal” en Occidente – en este caso la Gran Bretaña – y persiste, como corriente subterránea en las conciencias (alimentada por las prédicas religiosas más incendiarias y odiosas), el fundamentalismo. Parecería que a un mayor sentimiento de desarraigo en Occidente, estos soldados secretos de la “Yihad” más se aferran al “clavo ardiendo” que representa el fundamentalismo islámico.
El 26 de enero pasado escribí en estas mismas páginas un comentario que preguntaba: “¿Debemos temerle al Islam?” y respondía que, por desgracia, sí. Al menos debemos temerle a ese Islam que se ha impuesto en no pocos pueblos como imperialismo, sistema de dominación y permanente grito de guerra en contra de Occidente.
Vuelvo a citar, por ello, la reveladora sentencia que escribiese V. S. Naipaul en 1998: Los conversos al Islam “deben despojarse de su pasado; a los conversos no se les exige sino la fe más pura (si es que se puede llegar a tal cosa), el Islam, la sumisión. Es el imperialismo más inflexible que se pueda imaginar”.
No estamos hablando de una curiosidad histórica o de una excentricidad geográfica que no nos concierna en un país, como México, que quisiera soñarse – para estos efectos – ajeno a las vicisitudes que agobian al planeta.
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