viernes, 15 de julio de 2005

Elogio del estoicismo británico

Ricardo Medina Macías
La respuesta británica – de la gente y del gobierno del Reino Unido- al ataque terrorista del 7 de julio ha sido contundente, eficaz, estoica y demoledora: “No nos intimidan. Seguiremos siendo como somos: Libres, respetuosos, realistas, enemigos de hacer grandes gesticulaciones o de hincar la rodilla ante alguna ideología”.
La escena que dibujó el caricaturista español Mingote no tiene desperdicio: Un par de españoles, bien comidos, conversan a la orilla de una alberca; son dos hispanos “progres” desde luego. “Estos ingleses – dice el primero- se han quedado tan conmocionados con el ataque terrorista que no atinan a echarle la culpa a su gobierno”. El segundo confirma: “Cierto. Es que les falta ideología”.
Los británicos son admirables, precisamente, porque les falta ideología. Les falta toda esa gesticulación histérica, esa grandilocuencia artificiosa que cubre con gestos melodramáticos la ausencia de ideas claras. Los británicos tienen, eso sí, valores y principios. Pocos, claros, firmes. No hacen alarde de ellos, los viven cotidianamente sin aspavientos.
Escribía Juan Ernesto Pardinas, a raíz de los ataques terroristas del 7 de julio, que en la Gran Bretaña no campea la tolerancia, sino algo un poco mejor: El respeto. Y explicaba: Se tolera una uña enterrada, un dolor de cabeza o un sofocante calor. Pero a la gente los británicos no la toleran; la respetan como corresponde hacer con cualquier ser humano, sea del color, de la religión o de las excéntricas costumbres privadas que sea.
Cuando en la Gran Bretaña se hace una investigación policíaca para desentrañar algún crimen la policía no “detiene sospechosos para interrogarlos”, lo que hace es “invitar a ciertas personas a conversar sobre los hechos”.
Cuentan que en alguna ocasión un joven inquieto le preguntaba a Sir John Elliot acerca del futuro de la cultura universal. La respuesta fue la siguiente: “Mire usted, como inglés me resulta imposible pensar en esas categorías tan enormes”.
En México, herederos al fin de la cultura española, abundan en cambio las gesticulaciones, la dramatización, la ideologización de la realidad. Los hechos y los datos nos aburren; la claridad de ideas nos da vértigo. Por eso nuestros políticos se apresuran a volcar, en treinta segundos o en un minuto – lo que dura un comercial en la televisión – todos los gestos, los desplantes dramáticos, las grandes palabras, las miradas apasionadas de que son capaces. Ni por error aparece un argumento racional. Cada anuncio electorero en la tele – como los describía atinadamente Bernardo Graue- – se convierte en un nauseabundo mini melodrama. Algún político aldeano alegaba hace dos días ante sus críticos: “Soy de izquierda porque el corazón está a la izquierda”. Fantástico argumento, sólo le faltó añadir, para completar el parlamento de una telenovela de amores equívocos: “Y el corazón nunca se equivoca”.
Admiro ese estoicismo y valor de los británicos, tan lejano a los aspavientos vacuos que tanto emocionan a mis compatriotas. No sé, toda esa grandilocuencia ideológica, esas gesticulaciones histéricas tan mexicanas me parecen un poco chocantes, a bit strange, ain’t it?

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