El riñón de la patria
La plaza principal de México, que se conoce con el inopinado nombre de “zócalo”, y que algunos cursis irremediables califican como “el corazón de la patria”, es sitio de reunión de los más variados esperpentos.
Cruzarla caminando en un día normal es como atravesar el desierto de los Tártaros, palabra que en una de sus diversas acepciones significa infierno, o lugar donde habitan los espíritus de los muertos. Lo mismo se hacen tatuajes horrendos con una tintura deleble – que llaman “jenna” o algo así- que se montan improvisados campamentos de indigentes con letreros dramáticos (“somos de Chiapas, queremos víveres”) o se construyen efímeros tinglados donde algunos mocosos subnormales pero famosos – digamos los “cumbia kings”- berrearán para placer de las multitudes. Lo mismo sirve para festejos patrios muy sentidos, que como despliegue de multitudes en campañas electorales, que servirán a los candidatos como exhibición de fuerza o de debilidad, según calculen los periódicos – al día siguiente – que se llenó a reventar la plaza o, por el contrario, que quedaron reveladores huecos en la panorámica aérea de puntitos que – ha de suponerse- son fervientes partidarios.
El nombre oficial es el de plaza de armas y más tarde se bautizó como plaza de la Constitución –refiriéndose nada menos que a la polémica Constitución de Cádiz de 1812- pero todo mundo la conoce como Zócalo. Inopinada denominación que en México, y sólo en México, damos a la plaza central, aun cuando para el resto del mundo de habla hispana un zócalo sea el cuerpo inferior de un edificio.
Reunión de esperpentos – seres más o menos grotescos, representaciones exageradas y teatrales de la fealdad humana, personajes entre goyescos y surrealistas- en la plaza se dan cita casi todos los días (de no mediar festejo cívico o manifestación multitudinaria) unos danzantes emplumados y semidesnudos que, al ritmo monótono y exasperante de un tambor, intentan revivir (para gozo de los turistas extranjeros) algún ritual pagano de la época prehispánica, seguramente falsificado para su mejor comercialización.
Junto con los monstruos de Goya en versión pirámide de Teotihuacan pululan por la plaza apresurados oficinistas (que aguantan la respiración para cruzar de una a otra orilla el extenso desierto de los disparates falsamente sagrados), mendigos agresivos que exigen los impuestos que – se supone- debe pagar la “mala conciencia” occidentalizada y familias de provincianos cuyos niños invariablemente juegan a espantar a las palomas amagándolas con un pisotón.
Si esta plaza de cemento maltrecho es el corazón de México – reflejo de sus anhelos y esperanzas – estamos aviados. No lo es, sin duda. Más bien es una especie de resumidero de espantos, de pesadillas, de proyectos abortados, de remedos mal trazados de propuestas fallidas. No es el corazón de la patria. Debe ser otra víscera, menos glorificada. Alguna víscera funcional, útil para deshacerse de lo tóxico. Tal vez sea un solitario y cansado riñón de la patria – los efluvios de la plaza ayudan al símil – al que le urge una diálisis.
Cruzarla caminando en un día normal es como atravesar el desierto de los Tártaros, palabra que en una de sus diversas acepciones significa infierno, o lugar donde habitan los espíritus de los muertos. Lo mismo se hacen tatuajes horrendos con una tintura deleble – que llaman “jenna” o algo así- que se montan improvisados campamentos de indigentes con letreros dramáticos (“somos de Chiapas, queremos víveres”) o se construyen efímeros tinglados donde algunos mocosos subnormales pero famosos – digamos los “cumbia kings”- berrearán para placer de las multitudes. Lo mismo sirve para festejos patrios muy sentidos, que como despliegue de multitudes en campañas electorales, que servirán a los candidatos como exhibición de fuerza o de debilidad, según calculen los periódicos – al día siguiente – que se llenó a reventar la plaza o, por el contrario, que quedaron reveladores huecos en la panorámica aérea de puntitos que – ha de suponerse- son fervientes partidarios.
El nombre oficial es el de plaza de armas y más tarde se bautizó como plaza de la Constitución –refiriéndose nada menos que a la polémica Constitución de Cádiz de 1812- pero todo mundo la conoce como Zócalo. Inopinada denominación que en México, y sólo en México, damos a la plaza central, aun cuando para el resto del mundo de habla hispana un zócalo sea el cuerpo inferior de un edificio.
Reunión de esperpentos – seres más o menos grotescos, representaciones exageradas y teatrales de la fealdad humana, personajes entre goyescos y surrealistas- en la plaza se dan cita casi todos los días (de no mediar festejo cívico o manifestación multitudinaria) unos danzantes emplumados y semidesnudos que, al ritmo monótono y exasperante de un tambor, intentan revivir (para gozo de los turistas extranjeros) algún ritual pagano de la época prehispánica, seguramente falsificado para su mejor comercialización.
Junto con los monstruos de Goya en versión pirámide de Teotihuacan pululan por la plaza apresurados oficinistas (que aguantan la respiración para cruzar de una a otra orilla el extenso desierto de los disparates falsamente sagrados), mendigos agresivos que exigen los impuestos que – se supone- debe pagar la “mala conciencia” occidentalizada y familias de provincianos cuyos niños invariablemente juegan a espantar a las palomas amagándolas con un pisotón.
Si esta plaza de cemento maltrecho es el corazón de México – reflejo de sus anhelos y esperanzas – estamos aviados. No lo es, sin duda. Más bien es una especie de resumidero de espantos, de pesadillas, de proyectos abortados, de remedos mal trazados de propuestas fallidas. No es el corazón de la patria. Debe ser otra víscera, menos glorificada. Alguna víscera funcional, útil para deshacerse de lo tóxico. Tal vez sea un solitario y cansado riñón de la patria – los efluvios de la plaza ayudan al símil – al que le urge una diálisis.
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