Siglo XXI: Identidad personal o identidad colectiva
Una clave para entender los principales conflictos que aquejan al planeta – sea la ola de violencia en Francia, sea la amenaza atroz del terrorismo yihadista o islámico, sean los amagos de un populismo nacionalista verborreíco y excluyente- es comprender que para millones de seres en el planeta resulta aterrador hacerse cargo de su propio destino y perder la red protectora de los mitos colectivistas.
Como humanidad tenemos todo para hacer del siglo XXI el siglo de las personas. Un siglo en el que por fin se superen los mitos colectivistas de diversa factura – religiosa, territorial, nacionalista, ideológica- y en el que priven la libertad individual y su concomitante responsabilidad, el bien ser y el bien estar de las personas específicas, por encima de presuntas identidades colectivas (“pertenezco al Islam”, “pertenezco al Tercer Mundo”, “pertenezco a Cataluña o al País Vasco”, “pertenezco a tal o cual historia”, “pertenezco a tal o cual colectividad en lucha a muerte contra tal otra”).
Las identidades colectivas que nos proporcionan algunas creencias religiosas, las ideologías y hasta los puros mitos del origen atados a un territorio y a unos símbolos más o menos rituales, son psicológicamente ambivalentes: Por una parte son redes de protección – algunas singularmente interiorizadas, como las que hemos visto en algunos terroristas islámicos europeos que no son, atención al dato, unos recién llegados a Europa- para no extraviarnos en la inmensidad de un planeta agresivo, competido, globalizado. Por otra, son férreas cadenas que nos atan a las costumbres de la miseria y del resentimiento.
Esas identidades colectivas son especialmente rentables para ciertos gobiernos que le apuestan todo a una cohesión social –excluyente del resto del mundo, por definición- que encienda a las masas y las deje dispuestas dócilmente a los dictados de un caudillo. Nótese que para los propios políticos tradicionales la globalización es indeseable en la medida que derrumba buena parte de su discurso y de su eficacia electoral: “Soberanía”, “unidad nacional”, división tajante del mundo en buenos y malos, ricos y pobres, norte y sur…La libertad y la responsabilidad personales no se llevan bien con los colectivismos.
Mientras tanto, la globalización en un sentido amplio prosigue su marcha y los hijos y nietos del colectivismo (de cualquier colectivismo) no pueden sino sentirla como la más peligrosa y odiosa de las agresiones. Para ellos, entonces, es la guerra. Al diferente del “colectivo” – en esta lógica- se le elimina, no se le integra.
Algunos vemos con esperanza que el siglo XXI logre ser el siglo de las personas – al grado que fronteras y nociones de extranjería desaparezcan – pero se trata de una lucha formidable que sólo puede ser intelectual en el mejor sentido de la palabra, para despojar de sus miedos y terrores atávicos a millones de seres humanos que besan con fervor las cadenas colectivistas que les atan.
Desafío inmenso pero esperanzador: La educación para la libertad. ¿De qué lado estamos?
Como humanidad tenemos todo para hacer del siglo XXI el siglo de las personas. Un siglo en el que por fin se superen los mitos colectivistas de diversa factura – religiosa, territorial, nacionalista, ideológica- y en el que priven la libertad individual y su concomitante responsabilidad, el bien ser y el bien estar de las personas específicas, por encima de presuntas identidades colectivas (“pertenezco al Islam”, “pertenezco al Tercer Mundo”, “pertenezco a Cataluña o al País Vasco”, “pertenezco a tal o cual historia”, “pertenezco a tal o cual colectividad en lucha a muerte contra tal otra”).
Las identidades colectivas que nos proporcionan algunas creencias religiosas, las ideologías y hasta los puros mitos del origen atados a un territorio y a unos símbolos más o menos rituales, son psicológicamente ambivalentes: Por una parte son redes de protección – algunas singularmente interiorizadas, como las que hemos visto en algunos terroristas islámicos europeos que no son, atención al dato, unos recién llegados a Europa- para no extraviarnos en la inmensidad de un planeta agresivo, competido, globalizado. Por otra, son férreas cadenas que nos atan a las costumbres de la miseria y del resentimiento.
Esas identidades colectivas son especialmente rentables para ciertos gobiernos que le apuestan todo a una cohesión social –excluyente del resto del mundo, por definición- que encienda a las masas y las deje dispuestas dócilmente a los dictados de un caudillo. Nótese que para los propios políticos tradicionales la globalización es indeseable en la medida que derrumba buena parte de su discurso y de su eficacia electoral: “Soberanía”, “unidad nacional”, división tajante del mundo en buenos y malos, ricos y pobres, norte y sur…La libertad y la responsabilidad personales no se llevan bien con los colectivismos.
Mientras tanto, la globalización en un sentido amplio prosigue su marcha y los hijos y nietos del colectivismo (de cualquier colectivismo) no pueden sino sentirla como la más peligrosa y odiosa de las agresiones. Para ellos, entonces, es la guerra. Al diferente del “colectivo” – en esta lógica- se le elimina, no se le integra.
Algunos vemos con esperanza que el siglo XXI logre ser el siglo de las personas – al grado que fronteras y nociones de extranjería desaparezcan – pero se trata de una lucha formidable que sólo puede ser intelectual en el mejor sentido de la palabra, para despojar de sus miedos y terrores atávicos a millones de seres humanos que besan con fervor las cadenas colectivistas que les atan.
Desafío inmenso pero esperanzador: La educación para la libertad. ¿De qué lado estamos?
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