Cambiar de modelo (VI)
De 1983 a la fecha, más de 22 años, los pilares de la economía mexicana – la política fiscal y la política monetaria- se han tenido que reconstruir penosamente. Hoy que esa reconstrucción empieza a dar frutos tangibles, hay quien propone, inopinadamente, derrumbar de nuevo esos pilares.
Podrán discutirse la velocidad que se imprimió a la reconstrucción y criticarse los frecuentes titubeos en el camino, pero sus objetivos han sido impecables: Sanear las finanzas públicas y reestablecer el poder de la moneda, como medio de cambio, unidad de medida y almacén de valor.
En diciembre de 1982 Miguel de la Madrid recibió el encargo de sacar adelante un país en ruinas y sin esperanza. Por una parte, un monstruoso aparato estatal devoraba literalmente los cada vez más exiguos recursos de la sociedad; por otra, ese monstruo insaciable – ávido de recursos- ya no era viable. El ogro filantrópico se reveló como un ogro enfermo, incapaz siquiera de moverse, al tiempo que ese pretendido carácter filantrópico (escudado en la retórica del “Estado de Bienestar”) se había perdido por completo: La familia revolucionaria se quedó sin pastel para repartir ya no a grupos escogidos de la sociedad (digamos, a los más pobres) sino también sin porciones de pastel a disputarse entre los ambiciosos miembros de la misma familia. Repitamos la cifra: Déficit público equivalente a 17% del PIB. Para efectos prácticos eso se llama quiebra.
Por si esto no bastase, la moneda mexicana también estaba destruida. La inflación la había convertido en un guiñapo, no cumplía una sola de las funciones que clásicamente se le han asignado a la moneda: No era ni una unidad de cuenta confiable, ni un medio de cambio eficiente ni mucho menos podía funcionar como almacén de valor.
Ante un desastre de esta magnitud, lo demás es lo de menos.
En un primer momento, las “desincorporaciones” (a tal grado llegaba la intoxicación ideológica que hablar de “privatizaciones” resultaba impropio) buscaron, por encima de cualquier otro objetivo, sanear las finanzas públicas. Parecía un lujo pensar en esas privatizaciones como una deliberada política pública para hacer más competitivo y productivo al país; la urgencia del desastre hizo que lo prioritario fuese aliviar la carga sobre las finanzas públicas, allegarse recursos.
Por su parte, una vez restablecida la sensatez en la dirección del banco central también lo urgente – reestablecer mínimos funcionales para el peso mexicano- privó sobre lo importante.
A más de doce años de distancia, esos dos pilares de la economía (las finanzas públicas y la moneda) se han reconstruido y su principal fruto, valiosísimo e imprescindible, se llama estabilidad. Hoy está de moda menospreciar no sólo la magnitud del desastre heredado por los gobiernos de 1970 a 1982, sino la magnitud de la tarea de reconstrucción: renegociaciones históricas de la deuda pública, autonomía efectiva del banco central, saneamiento gradual pero sostenido de las finanzas públicas.
Podrán discutirse la velocidad que se imprimió a la reconstrucción y criticarse los frecuentes titubeos en el camino, pero sus objetivos han sido impecables: Sanear las finanzas públicas y reestablecer el poder de la moneda, como medio de cambio, unidad de medida y almacén de valor.
En diciembre de 1982 Miguel de la Madrid recibió el encargo de sacar adelante un país en ruinas y sin esperanza. Por una parte, un monstruoso aparato estatal devoraba literalmente los cada vez más exiguos recursos de la sociedad; por otra, ese monstruo insaciable – ávido de recursos- ya no era viable. El ogro filantrópico se reveló como un ogro enfermo, incapaz siquiera de moverse, al tiempo que ese pretendido carácter filantrópico (escudado en la retórica del “Estado de Bienestar”) se había perdido por completo: La familia revolucionaria se quedó sin pastel para repartir ya no a grupos escogidos de la sociedad (digamos, a los más pobres) sino también sin porciones de pastel a disputarse entre los ambiciosos miembros de la misma familia. Repitamos la cifra: Déficit público equivalente a 17% del PIB. Para efectos prácticos eso se llama quiebra.
Por si esto no bastase, la moneda mexicana también estaba destruida. La inflación la había convertido en un guiñapo, no cumplía una sola de las funciones que clásicamente se le han asignado a la moneda: No era ni una unidad de cuenta confiable, ni un medio de cambio eficiente ni mucho menos podía funcionar como almacén de valor.
Ante un desastre de esta magnitud, lo demás es lo de menos.
En un primer momento, las “desincorporaciones” (a tal grado llegaba la intoxicación ideológica que hablar de “privatizaciones” resultaba impropio) buscaron, por encima de cualquier otro objetivo, sanear las finanzas públicas. Parecía un lujo pensar en esas privatizaciones como una deliberada política pública para hacer más competitivo y productivo al país; la urgencia del desastre hizo que lo prioritario fuese aliviar la carga sobre las finanzas públicas, allegarse recursos.
Por su parte, una vez restablecida la sensatez en la dirección del banco central también lo urgente – reestablecer mínimos funcionales para el peso mexicano- privó sobre lo importante.
A más de doce años de distancia, esos dos pilares de la economía (las finanzas públicas y la moneda) se han reconstruido y su principal fruto, valiosísimo e imprescindible, se llama estabilidad. Hoy está de moda menospreciar no sólo la magnitud del desastre heredado por los gobiernos de 1970 a 1982, sino la magnitud de la tarea de reconstrucción: renegociaciones históricas de la deuda pública, autonomía efectiva del banco central, saneamiento gradual pero sostenido de las finanzas públicas.
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