martes, 10 de enero de 2006

La forma más cara de tirar el agua

El mal uso de los recursos públicos empieza por no evaluar sus costos de oportunidad.

Unos bonitos anuncios sobre los prados secos de algunos camellones de la Ciudad de México advierten: “Patrocinado por quienes lavan su automóvil a manguerazos”. Es el típico regaño, cargado de moralina, que hacen los gobiernos políticamente correctos a los ciudadanos desaprensivos. De paso es la justificación, por adelantado, del lamentable estado de los mismos prados.
Son las 11:45 de la mañana del 4 de enero de 2006 y un camión cisterna del gobierno de la ciudad está prácticamente detenido en uno de los dos carriles de la avenida Paseo del Pedregal. Desde lo alto de la cisterna del camión un diligente empleado público lanza con una manguera chorros de agua – supongo que es agua tratada, no potable- hacia el pasto seco y triste de los camellones. Desde luego, el camión no ostenta ninguna señalización y además de obstruir el tráfico poco falta para que provoque un accidente. Sin embargo, nadie debe quejarse: Los tres sufridos servidores públicos – el chofer, su acompañante y el señor de la manguera trepado junto al tanque- están cuidando un bien público, están haciendo su trabajo.
Qué importa que lo están haciendo mal, qué importa que estén tirando literalmente el agua (cualquiera sabe que el mediodía es el peor momento para regar un jardín y que la mayor parte o la totalidad del agua se evaporará), qué importa que estén usando un método costoso, ruinoso, de jardinería (súmense a los costos del agua, los del combustible del camión, los salarios de los empleados, la contaminación, la obstrucción del tráfico y otros), lo que importa es que están actuando “por el bien de todos”.
Detrás de esos jardineros motorizados, que sólo cumplen órdenes y se ganan la vida (paradoja: destruyendo valor en lugar de generarlo), está algún iluminado funcionario que se dice preocupado y ocupado por ese bien público que son los prados de las calles de la ciudad. Ese servidor público será evaluado – incorrectamente – no por los resultados (los prados están secos), ni por el uso productivo de los recursos, sino por el uso “bien intencionado” de esos recursos (él sí se ocupo de que los prados se regaran). Como son recursos públicos son de todos y no hay que escatimarlos. Como son recursos públicos no procede hacer una evaluación de sus costos de oportunidad, sino fijarse sólo en los potenciales beneficios que deberían generar: Una ciudad verde y hermosa. Si tales beneficios no se logran siempre habrá un pretexto para justificarlo.
Así, con esa lógica del “bien de todos”, que desdeña cualquier evaluación en términos de costos de oportunidad (cuánto cuesta no sólo lo que se hace, sino cuánto se pierde por dejar de hacer otras cosas y por hacer mal lo que sí se hace), cualquiera elabora no 50, sino mil promesas de gobierno para una campaña electoral. Todo estriba en ser ocurrente.

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