Las banderitas patrioteras salen caras
Las guerritas comerciales demostraron ser, a lo largo del siglo XX, una pésima ocurrencia.
La hoy legendaria gran depresión de los años 30 del siglo pasado se hizo más profunda y prolongada por culpa del proteccionismo comercial iniciado por el gobierno de Herbert Hoover en Estados Unidos; la ley Smooth-Hawley en 1930, que elevó unilateralmente los aranceles. Proteccionismo imitado por muchos otros países, en un intercambio de represalias comerciales.
Las acciones más eficaces y eficientes en contra de la depresión mundial – y, por tanto, a favor del bienestar- las llevó a cabo, a contracorriente dentro del gobierno de Franklin D. Roosevelt, el Secretario de Estado, Cordell Hull, (Premio Nobel de la Paz, 1945), con la ayuda de Francis B. Sayre, subsecretario de Estado, al apostar por la liberalización del comercio mundial.
Cito el juicio que hizo el historiador Arthur M. Schlesinger Jr., acerca de la gran aportación de Hull y Sayre para que el mundo recobrase la senda del crecimiento económico: “Con tranquila intensidad, Hull y Sayre resucitaron la visión de una civilización que comerciara libremente, la enfrentaron a la imagen del control totalitario y prepararon de este modo los cimientos de un esfuerzo adicional para la liberación del comercio mundial en las décadas de 1940 y 1950”.
Desde 1918, Hull fue un decidido partidario del libre comercio y enemigo de las represalias comerciales y de la discriminación; llamaba a los aranceles “la raíz de todos los males” y decía: “Las guerras comerciales no son sino los gérmenes de las verdaderas guerras”. Las dos grandes guerras mundiales comprobaron, por desgracia, que Hull tenía razón.
Los promotores de represalias comerciales son como promotores de caras y deformadas banderitas nacionales: tocan a la puerta de los ciudadanos, o los abordan en la calle, obsequiando sus banderitas y excitando sentimientos de revancha y envidia, pero jamás advierten a sus compatriotas que las banderitas se pagarán muy caras, mediante precios más elevados, mercancías de menor calidad, promoción de los monopolios, escasez y empobrecimiento.
Si los ciudadanos pudiésemos elegir los cursos de acción de las políticas públicas (como dicen los románticos que pasa en las democracias) deberíamos ser informados de los costos detrás de las decisiones de los gobiernos y, entonces, como en los mercados en competencia, deberíamos decidir en consecuencia. No es así, entre otras razones porque el costo de estar bien informado parece muy elevado. Así, disfrutamos la ignorancia hasta que los costos de las políticas públicas erradas nos pasan la factura.
La hoy legendaria gran depresión de los años 30 del siglo pasado se hizo más profunda y prolongada por culpa del proteccionismo comercial iniciado por el gobierno de Herbert Hoover en Estados Unidos; la ley Smooth-Hawley en 1930, que elevó unilateralmente los aranceles. Proteccionismo imitado por muchos otros países, en un intercambio de represalias comerciales.
Las acciones más eficaces y eficientes en contra de la depresión mundial – y, por tanto, a favor del bienestar- las llevó a cabo, a contracorriente dentro del gobierno de Franklin D. Roosevelt, el Secretario de Estado, Cordell Hull, (Premio Nobel de la Paz, 1945), con la ayuda de Francis B. Sayre, subsecretario de Estado, al apostar por la liberalización del comercio mundial.
Cito el juicio que hizo el historiador Arthur M. Schlesinger Jr., acerca de la gran aportación de Hull y Sayre para que el mundo recobrase la senda del crecimiento económico: “Con tranquila intensidad, Hull y Sayre resucitaron la visión de una civilización que comerciara libremente, la enfrentaron a la imagen del control totalitario y prepararon de este modo los cimientos de un esfuerzo adicional para la liberación del comercio mundial en las décadas de 1940 y 1950”.
Desde 1918, Hull fue un decidido partidario del libre comercio y enemigo de las represalias comerciales y de la discriminación; llamaba a los aranceles “la raíz de todos los males” y decía: “Las guerras comerciales no son sino los gérmenes de las verdaderas guerras”. Las dos grandes guerras mundiales comprobaron, por desgracia, que Hull tenía razón.
Los promotores de represalias comerciales son como promotores de caras y deformadas banderitas nacionales: tocan a la puerta de los ciudadanos, o los abordan en la calle, obsequiando sus banderitas y excitando sentimientos de revancha y envidia, pero jamás advierten a sus compatriotas que las banderitas se pagarán muy caras, mediante precios más elevados, mercancías de menor calidad, promoción de los monopolios, escasez y empobrecimiento.
Si los ciudadanos pudiésemos elegir los cursos de acción de las políticas públicas (como dicen los románticos que pasa en las democracias) deberíamos ser informados de los costos detrás de las decisiones de los gobiernos y, entonces, como en los mercados en competencia, deberíamos decidir en consecuencia. No es así, entre otras razones porque el costo de estar bien informado parece muy elevado. Así, disfrutamos la ignorancia hasta que los costos de las políticas públicas erradas nos pasan la factura.
Etiquetas: ç, Cordell Hull, la gran depresión, liberalización comercial, proteccionismo comercial, represalias comerciales
3 Comentarios:
vaya, si los vecinos del norte supieran eso se hubieran opuesto a los bloqueos del atun, aguacate mexicano, pero en fin
asi es la vida
no es gratuito que se le llamen "guerras comerciales", pues como las guerras comunes y corrientes producen una gran cantidad de víctimas, muchas de esas inocentes y las pérdidas y destrucción que causan suelen ser tan grandes que toma años superarlas.
Supongo que los nuevos aranceles impuestos por el gobierno mexicano a varios productos de EEUU, en "represalia" a la prohibición de no dejar entrar a nuestros camioneros, pueden ser cosideradas como banderitas patrioteras.
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