lunes, 27 de abril de 2009

El reverente terror al ayatolá

El abuelo de Facundo Cabral – cuenta el cantante- era un coronel muy valiente que sólo le tenía miedo a una cosa: A los pelmazos. ¿Por qué? Porque son muchos. Por temprano que te levantes, ya está el mundo lleno de pelmazos – lo que me hace recordar los días aciagos en los que Andrés López nos recetaba sermones píos de madrugada-, y los hay de todo género. Tengo para mí que los más divertidos son los “tontos con balcones a la calle”, como les decía el llorado periodista español Jaime Campmany.

Pero yo, además de a los pelmazos, le temo a otra especie singular: Los ayatolás, que son pocos – se necesita ser inteligente para serlo- pero tan terribles como esos perros bravos que hasta a los de casa muerden. Por extensión, desde luego, les llamo ayatolás a todos aquellos que se proponen ser guardianes intransigentes de alguna fe o de alguna ortodoxia. Andan a la caza de cualquier desviación, por pequeña que sea, de lo que consideran la única verdad (que, por supuesto, sólo ellos poseen) y les encanta andar dispensando excomuniones a todos sus correligionarios que se aparten un ápice del canon que ellos han grabado en piedra.

Los hay en algunos partidos políticos – de derecha y de izquierda- que siempre recelan de la pureza ideológica de sus compañeros. En la izquierda hacían fracciones de las fracciones (jugaban a la aritmética de la división infinita) al grado de que se dice que en una pequeña célula izquierdista – de las del siglo pasado, desde luego- entre sólo cuatro personas podría haber hasta diez fracciones distintas, cada una de las cuales reclamaba para sí la exclusiva pureza ideológica. En la derecha solían exigir a los neófitos pruebas de sangre, pedigrí, árbol genealógico impoluto de cuando menos siete generaciones; tal vez con el fin de evitar que se les colaran intrusos judaizantes.

Digo que los ayatolás no ayudan porque, tan entretenidos están en cuidar como perros lo que consideran la doctrina impoluta, que muerden – con los dientes de la crítica despiadada- a sus propios correligionarios; incluso por nimiedades que se antojan subjetivas.

Por cierto, se dice erróneamente que el nombre de dominicos les venía a los miembros de la orden de los predicadores porque eran los “canes del Señor” – Domini canis- encargados de cuidar la Fe verdadera frente a los embates del protestantismo. Es, creo, una falsa etimología.

Con un pelmazo te puedes reír (de él o, mejor, con él), pero con los ayatolás no hay más remedio que llorar y rechinar los dientes.

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