jueves, 24 de noviembre de 2005

Para superar el siglo XIX

La más rica y provechosa discusión política, aquí y ahora, debe ser la de las fórmulas y los ingredientes de lo que he llamado “saltos en la productividad”, siguiendo las ideas generales de Schumpeter.

1.
Antes las guerras se ganaban con superioridad numérica y capacidad destructiva, ahora se ganan con superioridad tecnológica y capacidad de limitar la destrucción a lo estrictamente indispensable – “guerras de precisión quirùrgica”. Hoy hay mucho menos conflictos armados en la medida que el comercio globalizado abate las barreras fronterizas (ver como ha disminuido el número e intensidad de los conflictos armados en el planeta), sin embargo muchos análisis permanecen anclados en esa visión territorialista y de superioridad numérica del siglo XIX y también muchas concepciones de la política internacional se siguen expresando en términos belicistas y decimonónicos, no – como debiera ser, si nos pusiésemos al día- en términos de competencias productivas.
En las discusiones acerca de las políticas públicas, los negocios, las relaciones comerciales, el buen gobierno corporativo en las empresas, nos pasa otro tanto: Seguimos hablando con terminología caduca y siendo rehenes de concepciones obsoletas.
Para superar el siglo XIX deberíamos emprender el análisis y la discusión del fenómeno de la productividad. ¿Cómo se genera, en qué consiste, ese cambio cuantitativo y cualitativo en las condiciones de la economía que hace surgir a nuevas empresas globales líderes – digamos, Toyota- y hunde a los antiguos gigantes, como General Motors?, ¿qué instituciones y marcos jurìdicos requieren los países para ocupar los primeros lugares en la carrera de la productividad?
Una primera observación, parrafraseando lo que Locke decía acerca del lenguaje y el significado, y que aquí aplicamos al fenómeno clave de la productividad y más especìficamente a los llamados “saltos en la productividad”:
En la operación exitosa de los emprendimientos económicos todos los ingredientes son materiales, salvo el más importante que es la productividad
.
Apurando el símil: La productividad en su origen es la creación de un nuevo lenguaje, de una novedosa arquitectura de los factores de la producción que permite hacer más con menos, hacer mejores cosas con los mismos elementos, hacer más en menos tiempo.
El origen de la productividad es inmaterial y reside en la capacidad de abstracción – lógica y matemática – del ser humano. Del mismo modo que en el lenguaje humano todo es material (vibraciones en el aire, signos en un papel o en la pantalla de una computadora, pulsos de energía eléctrica a través de una red), salvo el ingrendiente esencial que es el significado.
Alguien imagina, fabrica mentalmente, un nuevo acomodo para las piezas del rompecabezas, que permitirá obtener un mayor rendimiento de los factores de la producción (en ocasiones esos saltos de la productividad, cada vez más frecuentes en la historia humana, obtienen un rendimiento que multiplica varias veces el rendimiento anterior), pero ese alguien ¿qué necesita para idear esos cambios?, ¿qué entorno propicia ese proceso de destrucción creativa?

2.
Generar productividad es una operación netamente intelectual, que requiere un conocimiento abstracto – desmaterializado – del proceso de producción. El dinamismo, entonces, proviene de la inteligencia, no de los recursos materiales.

Si algún hallazgo de la ciencia económica es pertinente para explicar los grandes éxitos de las nuevas empresas de la sociedad del conocimiento – tomemos el caso paradigmático de Google – es la Teoría del Desarrollo (desenvolvimiento para algunos traductores) Económico de Joseph Alois Schumpeter. Y en esa obra decisiva de Schumpeter hay una frase clave que dice:
El desarrollo económico no es un fenómeno que se pueda explicar sólo económicamente.

¿Por qué? Porque entender el fenómeno de la evolución dinámica de la economía, generada por los cambios tecnológicos y por el conocimiento en general, requiere incursionar en los terrenos filosóficos de la teoría del conocimiento o gnoseología, así como en la antropología. Y esto es así, porque es precisamente el talento innovador del empresario (inventor, tecnólogo, personaje que se mueve por diversos incentivos, desde la ambición hasta la curiosidad, pasando por el reconocimiento ante sus pares) lo que explica esos grandes saltos en la productividad que dan lugar a períodos caracterizados por disminuciones espectaculares en los costos de producción y por ende en los precios al consumidor, mejoras sustanciales en la capacidad de los productos o servicios ofrecidos, mayores márgenes de utilidad para los accionistas de las empresas innovadoras y, a la postre, una espectacular mejoría en el bienestar que NO puede explicarse sólo por la teoría económica usual del equilibrio.
De hecho, es justamente lo contrario: Un desequilibrio venturoso, una destrucción creativa.
Enfrentado el investigador a este fenómeno único de la capacidad humana para innovar y progresar – no sólo en avances graduales, sino mediante episodios más o menos extraordinarios de saltos espectaculares- es preciso dilucidar la esencia (lo que hace que sea lo que es) de la innovación o, dicho en términos de la fenomenología de Edmund Husserl, el noumeno que persiste tras el “fenómeno”.
Esa esencia no puede ser sino intelectual, una muestra de la capacidad humana de discernir, precisamente, lo esencial de un proceso productivo, despojarlo de sus accidentes o elementos circunstanciales, descomponerlo en sus partes y hallar la causa o las causas eficientes del producto final.
Dicho en términos más familiares a los economistas y empresarios: Descomponer intelectualmente – proceso abstracto – los factores de la producción y ponerlos en crisis para descubrir nuevas potencialidades que podrían provenir de: Sustituir algún factor de la producción oneroso por otro más rentable o eficaz, eliminar factores (procesos, procedimientos, insumos) innecesarios o hasta ruinosos, alterar el orden de los factores (un nuevo acomodo de los mismos) de forma que, al contrario de lo que dice la regla matemática clásica (“el orden de los factores no altera el producto”), el producto final sea mejor y/o más barato para el consumidor.

3.
Un caso entre muchos de salto en la productvidad y de cómo la innovación debe estar enfocada, para ser exitosa, en lo que necesitan y buscan los consumidores.

Ir a la esencia del propio negocio – desechando en el análisis los elementos accesorios o circunstanciales – es el primer paso. Los iniciadores de Jet Blue, ejemplo de línea aérea exitosa de bajo costo, empezaron por entender que el negocio de las líneas aéreas es de uso intensivo de capital. La empresa produce rendimientos cuando los aviones están en el aire y ocupados por pasajeros. A partir de esta constatación básica Jet Blue innovó con éxito en el negocio del transporte aéreo de pasajeros (un buen resumen de las razones de su éxito aquí) y estableció, por encima de cualquier otro indicador de la productividad de su capital (los aviones) el siguiente: Horas promedio diarias en las que cada nave está operando (en vuelo y transportando pasajeros) logrando en 2002 un coeficiente de 12.9 horas por día.
Nótese que este indicador de eficiencia o productividad se expresaría aún mejor hablando de “horas efectivas de servicio al consumidor” (y aquí sigo a Schumpeter, cuando dice que si consideramos la corriente circular del desarrollo económico encontraremos que el consumidor de pan, lo es en realidad de tierra, de fertilizantes, de maquinaria empleada en el cultivo y demás). Al consumidor de transporte aéreo no le sirve la empresa mientras éste está en la línea de espera para abordar o haciendo fila en una oficina para adquirir su boleto; todos esos son tiempos muertos que van en contra de la utilidad de la empresa, porque van en contra del beneficio al consumidor. Una estrategia usual pero equivocada en algunos negocios es hacer que el consumidor pague por las ineficiencias de la empresa. Pongo un ejemplo específico, en contrario, de la estrategia de Jet Blue:
El consumidor está comprando transporte aéreo seguro, rápido y cómodo, NO está comprando una cena en el avión –entre otras cosas porque el avituallamiento de cada aeronave significa enormes cantidades de tiempos muertos en detrimento del propio consumidor-.

No cualquier innovación, aun cuando parezca espectacular en términos de tecnología, significa un avance en la productividad. Cito un ejemplo de innovación fallida: La firma LG ofrece refrigadores con televisión. Error: No están pensando en el consumidor, a quien no le interesa “ver” la televisión en la puerta del refrigerador, sino en embellecer artificialmente un producto utilitario – el refrigerador- con una ocurrencia tecnológica impertinente. Es el equivalente a las costosas cenas en el avión; en las que la mayor parte del costo no son los alimentos, sino el tiempo perdido de utilización efectiva del bien de capital, que es la aeronave.

4.
Gracias a la existencia de sólidos – y transparentes – mercados de capitales el talento se ha convertido en empresas que han aumentado el bienestar de la humanidad.
Cuando Schumpeter escribió el texto original de su Teoría del Desarrollo Económico (1911) los mercados de capitales estaban en pañales; sin embargo, la genialidad del economista austriaco fue distinguir con claridad que un elemento clave de las exitosas destrucciones creativas es precisamente que exista un mercado activo en el que los talentos puedan transformarse en capitales, y éstos en medios de producción al servicio de las ideas innovadoras.
Tras explicar “el fenómeno fundamental” de la destrucción creativa – capítulo II de su Teoría- Schumpeter se lanza a una larga y cuidadosa explicación acerca de la naturaleza del dinero y la naturaleza del capital (en función, precisamente, del desarrollo o desenvolvimiento económico) en el tercer capítulo de su obra fundamental.
Vale la pena releer, con ojos del siglo XXI, las disquisiciones de Schumpeter acerca del capital. Por lo pronto, tomemos la definición que formula tras un examen cuidadoso:
“Definiremos, por tanto, al capital como la suma de medios de pago disponibles en cualquier momento para transferencia a los empresarios”.

Atención: No es “crédito”. El crédito, advierte el propio autor, se traduce para el empresario, en el mejor de los casos, en “préstamo” no en adquisición de los medios de producción técnica para realizar la idea innovadora. El crédito y la banca tradicional actúan – advierte – en el terreno cotidiano de “la corriente circular” de la economía, como crédito al consumo o como crédito para subvenir las necesidades ordinarias de una empresa en funcionamiento (por ejemplo, crédito descontando facturas de ventas ya hechas pero aún no liquidadas al empresario), en tanto que el capital se inscribiría, por el contrario, en el mismo proceso de desarrollo o desenvolvimiento económico, como un agente específico que transfiere al innovador, asociándose con él, medios de pago para adquirir los medios de producción técnica necesarios para la innovación.
Es claro que las definiciones de Schumpeter podrían resultar, apenas salidos del siglo XIX, cuando menos extrañas o complejas. La ausencia en su tiempo de mercados de capitales desarrollados tal como ahora los conocemos hacía difícil entender a qué se refería el economista austriaco cuando insistía en distinguir el par “crédito y dinero” del par “inversión y capital”. Hoy esta distinción es común y fácilmente entendible. Lo que merece rescatarse del pensamiento original de Schumpeter es su énfasis en definir el capitalismo como el sistema – el único sistema – que permite el desarrollo económico y no sólo la persistencia o subsistencia de la vida económica. Es decir, el secreto del capitalismo para Schumpeter consiste en esa asociación venturosa entre el talento innovador y el capital para que nuevas combinaciones entre los factores de la producción tengan lugar y provoquen, a la postre, un salto en la productividad que derrama sus beneficios en toda la economía.

5.
La mayoría de las empresas exitosas, altamente productivas y globales que han surgido en las últimas tres décadas – especialmente las basadas en lo que llamamos “capital intelectual”- tienen en común que se han consolidado gracias a un mercado de capitales eficiente, moderno, transparente y democratizado.

¿Qué tienen en común emprendimientos exitosos como Microsoft, Apple, Yahoo!, Wal-Mart, Jet Blue, Google, Amazon, E-Bay y tantos otros? Tienen en común que nacen de ideas o tecnologías innovadoras, que han incrementado sustancialmente la productividad de la economía del planeta y que todos se han consolidado gracias a la venturosa sociedad entre talento y capitalistas mediante mercados de capitales eficientes, modernos, transparentes y en los que la propiedad se encuentra dispersa en numerosos inversionistas, especialmente “inversionistas institucionales”.
Le pido al lector que tenga en mente, a lo largo de lo que resta de esta serie de artículos (y especialmente en lo que se refiere al mercado de capitales) las siguientes citas de Schumpeter:
“En un sistema económico sin desarrollo (desenvolvimiento) no existe, por tanto, el capital; o expresado en otra forma, no cumple el capital sus funciones características, no es un agente independiente. O, dicho en otros términos, aún no constituyen capital, allí, las varias formas de poder adquisitivo general; son simplemente medios de cambio, medios técnicos para llevar a cabo los cambios acostumbrados”
“… en la realización de nuevas combinaciones el dinero y sus sucedáneos se convierten en factores esenciales, y lo expresamos denominándolos capital”
“…el capital es un concepto del desarrollo (desenvolvimiento), al cual no corresponde nada equivalente en la corriente circular”
“El capital es, por tanto, un agente en la economía de cambio…No existe, en consecuencia, en nuestro sentido, sino capital privado y no capital social”.

De estas concepciones del capital, y del mercado de capitales, se deriva que, a diferencia del negocio propiamente bancario (depósitos y préstamos) en el que los riesgos están acotados por garantías preestablecidas, los riesgos que asume el inversionista en el mercado de capitales – al asociarse a un proyecto innovador – son los mismos que asume el emprendedor con respecto de su idea productiva: Son riesgos más altos – o, al menos, de naturaleza muy diferente -, pero los rendimientos exigidos y esperados del proyecto innovador (sinónimo schumpeteriano de “destrucción creativa” o “desenvolvimiento económico”), son también mucho más altos.
La destrucción creativa se caracteriza por generar rendimientos extraordinarios para el innovador o empresario y el “gancho” que atrae al capitalista, para financiar al innovador, es compartir esos altos rendimientos. De ahí que parezca perfectamente lógico el hecho, comprobado empíricamente, de que los rendimientos en el mercado de capitales son a la larga mucho más altos que los rendimientos del mercado de dinero.
Se nos plantea aquí una interrogante que trataremos de dilucidar: ¿Cómo neutraliza los riesgos el mercado de capitales si no existen garantías preestablecidas? O, dicho de otra forma: ¿Qué distingue a un prestamista de un socio?

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