Tres horas en penumbra, añorando el progreso
Deshilvanadas reflexiones en la oscuridad durante la víspera del año nuevo.
Cuando a las 10:43 de la noche del sábado pasado se cumplieron dos horas exactas de apagón irritante pensé frente a la débil luz de la lámpara de gas: “¿Será éste el mundo que desean quienes detestan el progreso, la libertad de emprender y los avances tecnológicos?”.
La celebración del año nuevo es, para el caso de México, un fruto de la modernidad. Cuenta Luis González y González (1925-2003) que fue en el invierno de 1887 a 1888 – “uno de los más alegres y confiados de toda la historia de México”- cuando se empieza a celebrar el primer día del año. “Hasta entonces era una diversión propia de los británicos; desde entonces da en ser tan mexicana como las posadas precursoras de la Noche Buena”.
Así que festejar el año nuevo nos llegó con el ferrocarril, con la electricidad, con la revolución industrial, con el afán de progreso que une a los liberales de la República Restaurada con los “científicos” de la Paz Porfírica.
Parece romántico conversar en la penumbra. Alejarse de la civilización para jugar a que estamos como hace 200 años, volviendo al aprendizaje de las sombras; sustraerse del ruido del progreso para sumergirse en los sonidos de la natural nocturnidad. Pamplinas. Si uno desea jugar a Robinson Crusoe lo hace deliberadamente, viaja a un destino apartado, se prohíbe todo contacto con la modernidad – desde el teléfono hasta la internet- y enciende fogatas a la luz de las estrellas, sin ruidos de motores ni de estridentes alarmas de patrullas o ambulancias. Quien lo hace o se engaña a sí mismo – tragándose todo el cuento de Rosseau sobre “el buen salvaje” – o aprende a querer el progreso y la civilización.
Cuando la experiencia es forzada en medio de la ciudad, a causa de las incompetencias alentadas por un sindicato sectario, como es el Mexicano de Electricistas, que controla para efectos prácticos la proverbial improductividad de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, el asunto se vuelve abominable.
Tras tres horas de oscuridad inexplicable regresa la luz de forma igualmente arbitraria. Es inútil renegar de estos sindicalistas de extrema izquierda (el SME), algunos de cuyos líderes supremos deben estar, a las mismas horas, en La Habana, Cuba, festejando la víspera del 47 aniversario del triunfo de la revolución traicionada y expropiada por Fidel Castro. Por esos pagos los líderes del SME suelen transitar en efemérides revolucionarias.
Grandes segmentos de las izquierdas latinoamericanas detestan el progreso, en la medida que el progreso se asocia con el liberalismo, con la inventiva individual, con el comercio libérrimo. Ya ni siquiera les queda el mito del progreso proletario que propalaba la Unión Soviética.
Ahora, en el paraíso socialista del Caribe ya no se exalta a los rubicundos bolcheviques, con sus tractores y sus abundantes espigas de trigo. Ya no más. Ahora se exalta a un indígena Aymara como talismán de una revolución que se dice indigenista y - ¡válgame Dios! – “etnocentrista”.
Cuando a las 10:43 de la noche del sábado pasado se cumplieron dos horas exactas de apagón irritante pensé frente a la débil luz de la lámpara de gas: “¿Será éste el mundo que desean quienes detestan el progreso, la libertad de emprender y los avances tecnológicos?”.
La celebración del año nuevo es, para el caso de México, un fruto de la modernidad. Cuenta Luis González y González (1925-2003) que fue en el invierno de 1887 a 1888 – “uno de los más alegres y confiados de toda la historia de México”- cuando se empieza a celebrar el primer día del año. “Hasta entonces era una diversión propia de los británicos; desde entonces da en ser tan mexicana como las posadas precursoras de la Noche Buena”.
Así que festejar el año nuevo nos llegó con el ferrocarril, con la electricidad, con la revolución industrial, con el afán de progreso que une a los liberales de la República Restaurada con los “científicos” de la Paz Porfírica.
Parece romántico conversar en la penumbra. Alejarse de la civilización para jugar a que estamos como hace 200 años, volviendo al aprendizaje de las sombras; sustraerse del ruido del progreso para sumergirse en los sonidos de la natural nocturnidad. Pamplinas. Si uno desea jugar a Robinson Crusoe lo hace deliberadamente, viaja a un destino apartado, se prohíbe todo contacto con la modernidad – desde el teléfono hasta la internet- y enciende fogatas a la luz de las estrellas, sin ruidos de motores ni de estridentes alarmas de patrullas o ambulancias. Quien lo hace o se engaña a sí mismo – tragándose todo el cuento de Rosseau sobre “el buen salvaje” – o aprende a querer el progreso y la civilización.
Cuando la experiencia es forzada en medio de la ciudad, a causa de las incompetencias alentadas por un sindicato sectario, como es el Mexicano de Electricistas, que controla para efectos prácticos la proverbial improductividad de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, el asunto se vuelve abominable.
Tras tres horas de oscuridad inexplicable regresa la luz de forma igualmente arbitraria. Es inútil renegar de estos sindicalistas de extrema izquierda (el SME), algunos de cuyos líderes supremos deben estar, a las mismas horas, en La Habana, Cuba, festejando la víspera del 47 aniversario del triunfo de la revolución traicionada y expropiada por Fidel Castro. Por esos pagos los líderes del SME suelen transitar en efemérides revolucionarias.
Grandes segmentos de las izquierdas latinoamericanas detestan el progreso, en la medida que el progreso se asocia con el liberalismo, con la inventiva individual, con el comercio libérrimo. Ya ni siquiera les queda el mito del progreso proletario que propalaba la Unión Soviética.
Ahora, en el paraíso socialista del Caribe ya no se exalta a los rubicundos bolcheviques, con sus tractores y sus abundantes espigas de trigo. Ya no más. Ahora se exalta a un indígena Aymara como talismán de una revolución que se dice indigenista y - ¡válgame Dios! – “etnocentrista”.
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