martes, 14 de agosto de 2007

Los mercados y la distribución de la ignorancia

No se han inventado herramientas que distribuyan uniformemente los riesgos en los mercados financieros, porque no hay manera de distribuir uniformemente la ignorancia o el conocimiento.

¿La ignorancia nos hace más aficionados al riesgo? No. Lo que hace la ignorancia o la mala información es ocultarnos los riesgos que otros, mejor informados o más perspicaces, sí ven.

Un interesantísimo artículo del economista John Kay – publicado el lunes en el Financial Times con el título de: “Same old folly, new spiral of risk” y que puede leerse aquí- explica por qué, generación tras generación, hay gente que incurre en los mismos riesgos que en el pasado culminaron en crisis, pensando que “esta vez las cosas serán diferentes”. Creen que ahora los riesgos están neutralizados mediante herramientas ingeniosas o a través de su dispersión en mercados muy extensos. Creemos eso, una y otra vez, y una y otra vez nos equivocamos por una razón que Kay resume magistralmente: Los riesgos no se distribuyen por la aversión o no al peligro (todos somos adversos al riesgo más o menos en la misma medida) sino que tienden a concentrarse en aquellos con menos información y entendimiento. Es decir: No solemos incurrir en riesgos excesivos porque seamos particularmente audaces, sino porque somos igual de tontos y crédulos que quienes incurrieron en el mismo error en el pasado.

Y esa es la misma vieja estupidez alimentando nuevas espirales de riesgo. En inglés “folly”, según el Merriam-Webster, es la falta de buen sentido o de prudencia y previsión; en español, se le llama tontería a una cosa sin importancia; por eso, creo que la palabra “estupidez” define mejor lo que Kay quiere decir: “Torpeza notable en comprender las cosas”.

De 1991 a 1994 se experimentó en México una euforia optimista acerca del futuro y la solidez de la economía y con ella se registró un explosivo crecimiento del crédito al consumo. Fulanito, que ganaba tres salarios mínimos, usaba cuatro tarjetas de crédito y creía: “Si los bancos me dieron las tarjetas, es porque ellos saben que tengo criterio para usarlas y tendré ingresos para pagar lo que estoy gastando”. Todo mundo sabe, ahora, cómo terminó esa fiesta.

Siempre es más barato creer que saber, tal vez por eso el dinero “barato” alimenta tanto la credulidad.

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