domingo, 30 de marzo de 2008

Lo que cuesta parir un ratoncillo…

¿De veras será inevitable condición de la democracia mexicana la bajísima productividad?, ¿esa desproporción entre los recursos empleados, que parecen vastísimos, y los resultados logrados, los posibles nos dicen, que se antojan miserables?


Félix María Serafín Sánchez de Samaniego. Con ese dilatado nombre, que hoy podría ser de galán de telenovela o, mejor, de eterno aspirante perdedor – rijoso, altanero y desbocado - a gobernar Tabasco o, por poco que lo apuren, el país entero, anduvo por el mundo, allá entre 1745 y 1801, el más popular fabulista español. Tan popular, y tan conspicuo huésped de los textos escolares de la primaria, que hasta algunos políticos verbosos podrían hallar – en sus agujeradas memorias- retazos de alguna de sus versificadas fábulas.

Por ejemplo, la fábula del “parto de los montes” que, hay que reconocerlo, tiene algunos endecasílabos memorables como el del inicio:

“Con varios ademanes horrorosos”

Aquí, el lector contemporáneo, si además ha sido espectador de los desfiguros de la política en México, puede imaginar al predicador tabasqueño -eso sí: “legítimo” predicador (“cuídese de las imitaciones”, “no tenemos sucursales”)-, exhortando a sus femeniles “fascios de combate” y “escuadrones de acción” a defender el petróleo nacional de las asechanzas de los malvados. No faltará, en la escena, a la vera del predicador, el presunto intelectual que manufactura una ocurrencia palabrera – “el petróleo hace patria” – como coartada moral para la fragorosa batalla contra los fantasmas. Pero volvamos a las siguientes líneas de la fábula de Samaniego:

“Los montes de parir dieron señales;
“Consintieron los hombres temerosos
“Ver nacer los abortos más fatales.
“Después que con bramidos espantosos
“Infundieron pavor a los mortales,
“Estos montes que al mundo estremecieron,
“Un ratoncillo fue lo que parieron”.


Tal parece que con “bramidos espantosos”, con “ademanes horrorosos”, con premoniciones de tremendos terremotos y otras descomunales amenazas (o promesas, dependiendo el punto de vista) de grandes transformaciones, al final – si bien nos va- tendremos “un ratoncillo” como reforma de Pemex. Eso sí, a un costo – medido en gritos, sombrerazos, desgaste neuronal y emocional, derroche de palabras vanas- que se antoja inconmensurable.

Me pregunto, como al principio, ¿tiene que ser, inevitablemente, tan baja, miserable, la productividad reformadora en una democracia?

¿Será posible que el traficante de ruido imponga sus condiciones de inflación verbal y desvalorización eidética?, ¿tendremos ratoncillo y no reforma?

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