martes, 18 de mayo de 2010

Un caso emblemático de “autocrítica”

Voy a citar, textual, la pregunta con la que abre su columna de hoy un conocido columnista mexicano de negocios y economía, Enrique Quintana:
“Si México hubiera incurrido en un déficit público de uno o dos puntos más del PIB, ¿habríamos enfrentado un desastre?”

La respuesta contundente a esa pregunta es, a todas luces: ¡Sí! ¿Por qué? Porque tendríamos, entonces, un déficit fiscal de entre 3.5 y 4.5 por ciento del PIB que es absolutamente inaceptable para los mercados dada la vulnerabilidad estructural de la economía mexicana caracterizada, entre otros factores, por:

1. Fuerte dependencia fiscal de los ingresos petroleros, cuando la producción de petróleo en México (por el monopolio gubernamental a cargo) tiene una pronunciada e irreversible tendencia a la baja.
2. Bajísima recaudación fiscal, agravada por una innegable debilidad del consumo interno y de la inversión privada que aún parece pasmada por la crisis; ello, suponiendo que la inversión privada en México alguna vez haya merecido los calificativos de dinámica, emprendedora, tolerante al riesgo y notablemente competitiva.
3. Amplios sectores de actividad económica – mencionemos tan sólo las telecomunicaciones y la energía- con escasa competencia, lo que los convierte, para los usuarios mexicanos, en servicios caros, ineficientes, tecnológicamente rezagados e insuficientes.
4. Un mercado de capitales de cacahuate (de risa por su pequeñez) que refleja, entre otras cosas, la profunda aversión al riesgo emprendedor de una buena parte de los negociantes mexicanos, quienes prefieren siempre un “buen enchufe” en el gobierno o en el Congreso (para obtener ventajas en la regulación, en los precios o en las condiciones de no-competencia) a recurrir a los mercados de capitales con propuestas de negocios a largo plazo atractivas y bien estructuradas en torno a la productividad.
5. Clara ineficiencia del gasto público en todos los niveles de gobierno, que alcanza proporciones de escándalo (cuando no de abierto saqueo de los recursos públicos) en los gobiernos locales de algunos estados.
6. Una legislación laboral obsoleta e inflexible que impide incrementar la productividad y que desalienta las inversiones productivas.
7. Restricciones – increíbles en pleno siglo XXI- a la inversión extranjera y, en general, a la inversión de los particulares en áreas clave del desarrollo por su efecto multiplicador en toda la economía.

Podríamos seguirle, pero todo mundo conoce nuestro catálogo de impedimentos y de limitaciones para ubicarnos como una economía competitiva.

Estos impedimentos, como traté de mostrar en el artículo sobre la intolerancia a la deuda (ver “semana inglesa” del 15 de mayo) no con mucha fortuna (porque dejé tácitos varios pasos en el razonamiento que, ahora veo, era necesario hacer explícitos), no nos hace un cliente idóneo para aumentar nuestro endeudamiento público, porque más déficit fiscal es, en último término, eso: más deuda del gobierno, que serán más impuestos de mañana (la famosa “equivalencia ricardiana”, por David Ricardo) y seguramente más inflación a la vuelta de la esquina, casi dentro de unas horas.

A pesar de todo eso, a pesar de que cualquier persona con dos dedos de frente y un poquito de honestidad intelectual contestaría a la pregunta retórica de Quintana con un contundente y seguro “sí, aumentar uno o dos puntos el déficit fiscal sería suicida; sería ponernos en el candelero de los mercados para ser la versión de Grecia o de España pero en el nuevo continente”; a pesar de todo eso, Quintana responde a su propia pregunta con un: “no, no sólo sería irrelevante tener un déficit fiscal mayor, sino que sería deseable”. ¿Argumentos que ofrece el columnista para decir esto? Ni uno solo. ¿Motivos? Supongo que el principal es el siguiente que resume en el último párrafo de su columna: “En cualquier caso, resulta preocupante que haya una completa ausencia de espíritu autocrítico para valorar lo que quizá se pudo haber hecho mejor, en lugar de presumir de ser al alumno más aplicado de la clase”. Por supuesto, el reproche va dirigido al gobierno federal y al Presidente Calderón.

¿Falta de espíritu autocrítico? Si, ¡qué mal!, ¡deberían aprender de algunos medios de comunicación que todos los días, en sus propias páginas, son los jueces más despiadados de sus juicios desacertados, de sus errores garrafales y de su información tergiversada!, ¿a poco no han percibido, estimados lectores, la frecuencia con que periódicos, editorialistas y columnistas ofrecen disculpas sinceras a sus lectores por haberse equivocado?, o ¿será, acaso, que jamás cometen errores?

viernes, 14 de mayo de 2010

Intolerancia a la deuda en "semana inglesa"

martes, 11 de mayo de 2010

Actualización de la "semana inglesa"

He puesto al día, por fin, la bitácora hermana de estas "ideas al vuelo", que se llama "semana inglesa" y recoge mis colaboraciones de cada sábado en el periódico Excélsior.

Los artículos van del 27 de marzo al 8 de mayo y son:

- La credibilidad perdida
- Elogio de la holganza legislativa
- Greenspan y el reparto de culpas
- Las alarmas que nunca sonaron
- Del circo a la prevaricación
- ¿Instituciones o tugurios?
- Chamanes, charlatanes y mercados

domingo, 9 de mayo de 2010

Gestores del odio o del resentimiento, ¡lo mismo da!

He tratado de introducir un matiz, una tímida corrección de cortesía, en la dura, brutal, definición que hace el filósofo español Gabriel Albiac (ver aquí) acerca de la actividad principal que ocupa a muchos de los políticos contemporáneos en busca de votos: ser gestores del odio. Prefiero decir, para hacer más tolerable la crítica, que son gestores del resentimiento. Pero lo mismo da.

Odio, dice el diccionario, es "antipatía o aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea". A su vez, resentimiento es lo que experimenta una persona "que se siente maltratada por la sociedad o por la vida en general". Es obvio que lo que siente el resentido, hacia la vida o hacia el mundo o hacia quienes en su mente hace responsables de su mala fortuna, es odio. Lo mismo da, para efectos prácticos, que les llamemos gestores del odio o gestores del resentimiento. Eso son buena parte de los políticos en el mundo contemporáneo.

En México, el mejor ejemplo de gestor del odio o del resentimiento en los últimos tiempos es Andrés López Obrador. Montado en el discurso del resentimiento social, o de la envidia (pesar por el bien ajeno, en la clásica definición de Tomás de Aquino) el señor López estuvo prácticamente a un puñado de votos de hacerse presidente de México. No lo logró, pero creó escuela de gestores del odio, más allá de las estrechas fronteras de su partido.


El señor López creó escuela de odio o de explotación del resentimiento no sólo entre la clase política - de todos los partidos, hasta del partido que aún gobierna- sino entre una gran parte de los medios de comunicación y entre quienes tienen por oficio emitir opiniones y juicios públicos en los medios de comunicación. La gestión del odio es una estrategia rentable, en el corto plazo, que además no exige ni un trabajo intelectual esforzado ni gran talento, basta con apelar a un sentimiento primario: "Te ha ido mal en la vida, en lo económico o laboral, en lo social, en lo afectivo, no por tu culpa sino por culpa de un chivo expiatorio que es el gobierno tal o el funcionario tal, quienes no atinaron a prever la crisis económica mundial o a darte un trabajo a ti, o a regalarte la medicina para tu mamacita enferma, o a evitar que te reprobaran en el examen de admisión o a prohibirle al cigarro que te provocase un enfisema, o a evitar que las toneladas de grasas y alimentos chatarra que ingieres te provocasen obesidad y males sin cuento". Ódialos porque tú eres "no imputable", "irresponsable absoluto".

Esta gestión del odio llega al extremo de culpar a las autoridades financieras de México de no evitar la debacle de las finanzas públicas de Grecia o la quiebra de Lehman Brothers en los Estados Unidos. Como si las autoridades mexicanas tuviesen el deber de ser Dios todopoderoso. Todo se vale en la lógica del odio, o del resentimiento. Si las autoridades financieras tuvieron el acierto de precaver al país de los efectos más destructivos de la crisis mundial (por ejemplo, reforzando las finanzas públicas con un aumento de impuestos o contratando oportunamente coberturas para compensar la severa caída de los precios del petróleo) son logros que la gestión del odio jamás podrá reconocer. El odio ha sido alimentado a tal grado que se vuelve superstición: Las autoridades financieras, en la lógica del odio, incluso tienen prohibido hablar de las fortalezas reales (verificables) de la economía nacional porque hablar de ello "invoca la mala fortuna". La dialéctica de los gestores del odio cumple puntualmente, probablemente sin saberlo en la mayoría de los casos, la consigna destructiva de Lenin: "Mientras más mal, mejor para nosotros", "'¡que bien que cada vez más gente crea que nos irá mal!".