viernes, 25 de marzo de 2011

La lengua de la nota roja

A Jorge Ibargüengoitia le gustaba leer y analizar eso que llamamos “la nota roja” en los periódicos. Nos dejó en varios de sus inolvidables artículos publicados en Excélsior (y después reeditados como libros gracias a Guillermo Sheridan) agudas observaciones acerca de dicho género periodístico que bien podrían llamarse: “apuntes para una historia comparada de la nota roja en los años 70”, de los cuales cito uno especialmente divertido:

“En las mañanas compro un periódico inglés y en las tardes un periódico francés y en ambos leo, entre otras cosas, las notas rojas. Son periódicos respetables que nadie podría tachar de amarillistas”.


Se refería a The Guardian y Le Monde. Sigue el apunte de Ibargüengoitia: “Cada periódico tiene su estilo, pero los dos son discretos y hay que aprender ciertos giros de frase para entender lo que está pasando. Por ejemplo nunca ‘cayó el presunto asesino’ o ‘arrestaron al sospechoso’. Cuando tal cosa ocurre en el periódico inglés dice: ‘un hombre está ayudando a la policía en la investigación’, y en el francés, ‘una persona ha sido interpelada’. Esta presentación incolora no se hace por ganas de desinflar el drama, sino para no echar a perder el juicio, dándole al abogado defensor la oportunidad de alegar que el público – y por consiguiente el jurado- ha sido prejuiciado por la información de prensa”.


El comentario de Ibargüengoitia tiene más sustancia de lo que parece en una primera lectura: la lengua de la nota roja está determinada, en gran medida, por el respeto que el medio de comunicación se tiene a sí mismo, a sus lectores y a las instituciones de la sociedad en la que el medio existe. Si el medio – en último término: sus dueños- desprecia el sistema judicial del país le tendrá sin cuidado echar a perder un juicio a cambio de inflar el drama apelando sin rubor al morbo y al escándalo. Llevado ese caso hipotético al extremo tal medio de comunicación no tendrá empacho en cantar aparentes victorias de los delincuentes, si conjetura que con ello desnuda la incompetencia de un gobierno al que detesta.

Esta semana numerosos medios de comunicación y periodistas en México firmaron una especie de declaración de principios y criterios generales acerca de la cobertura de episodios violentos. Uno de los puntos de la festejada declaración de propósitos se refiere al uso del lenguaje, si mal no recuerdo, y específicamente en él se comprometen los firmantes a no utilizar la jerga de la delincuencia, lo que, a la postre, equivaldría a darle carta de naturaleza lingüística a las sandeces expresivas de los criminales quienes, por ejemplo, llaman “levantones” a los secuestros.

No me hago ilusiones acerca de la pureza de intenciones de todos y cada uno de los firmantes de la declaración; tampoco espero que algunos de ellos muten de la noche a la mañana de zafios iletrados a escritores o locutores capaces de valerse de un léxico y de una sintaxis decorosas, ya que sus deficiencias en la materia se antojan insalvables. Pero la propuesta es buena por sí misma.

Es de lamentar, en cambio, que dos o tres medios hayan logrado adquirir efímera notoriedad al abstenerse de firmar el acuerdo de buenos propósitos y es peor aún que se jacten de ello. Se trata, me parece, de una estúpida forma de singularizarse.

Ese es mi parecer, sólo eso. El juicio definitivo acerca de tales presunciones lo harán lectores, oyentes y videntes, con el correr de los días.

jueves, 3 de marzo de 2011

El engañoso “déspota benévolo”

El temperamento de mi amigo Gateau se ha dulcificado ya que contempla varias veces al día el hermoso lago Léman (fonética en francés: lak le ma). Tal vez por eso me compartió, generosamente, una peculiar idea:
“Este mundo estaría mejor si fuese gobernado por un déspota benevolente; a condición, desde luego, de que tal déspota fuese yo”.

No nos engañemos, muchos de los lectores comparten en su fuero interno la primera parte de la tesis de Gateau. Salvo casos raros, todos tenemos una magnífica impresión de nuestra propia benevolencia y de nuestra gran sabiduría (como decía el Gordo Basurto: “solemos estar encantados de habernos conocido”) y pondríamos gustosos tanta virtud al servicio de la humanidad. Cuán diferentes serían las cosas –pensamos- si la gente dejase en nuestras benditas y sabias manos la hechura de las leyes y la autoridad coercitiva para que esas magníficas leyes se cumpliesen siempre.

Al llegar a la segunda parte de la idea las discrepancias brotan y se enredan en millones: ¿por qué Gateau habría de ser el déspota admisible? Cada cual cree que el mejor de los déspotas benevolentes posibles es él mismo, nadie más.

Hasta Iósif Vissarióvich Dzhugashvili, conocido como Stalin, llegó a creer que él era el mejor de los posibles déspotas benevolentes. Supongo que las decenas de millones de seres humanos que fueron directa o indirectamente sus víctimas tuvieron otra opinión. Y les asistieron de veras buenas razones para ello.

El vehemente coronel Gadafi (que semeja, según Guillermo Sheridan, una cruza de Lady Gaga con un perro rottweiller) seguramente tiene una espléndida opinión acerca de sí mismo y de sus actos. Sin embargo, a muchos, a millones tal parece, los actos y palabras de Gadafi nos parecen abominables.

Sí, no me cabe duda que Gateau sería un déspota menos destructivo que Stalin o Gadafi, pero no por ello su ocurrencia del déspota benévolo deja de ser temible y aberrante.

Tal vez porque no nos hemos puesto de acuerdo acerca de quién sería, dentro de los posibles, el más benevolente y el más sabio de los déspotas es que se inventó la democracia. Sí, la democracia que Chesterton describía como el gobierno de la gente ordinaria, que decide sonarse la nariz por sí misma, en lugar de encomendar esa tarea a una niñera; por más hábil que tal niñera resultase para sonar narices ajenas.

Más: el hecho de que cada cual tienda a creer que posee la exorbitante cualidad de ser el mejor, el más bueno y el más sabio de los déspotas posibles, nos previene precisamente contra el peligro de soñar en autocracias virtuosas. No existen.

Reconozcamos que hay grados de tiranía y despotismo (hasta la fecha el campeonato histórico del más abominable déspota parecen disputárselo Hitler, Stalin y Mao) y que, vistos bajo cierta luz y en determinadas circunstancias, déspotas hay que hasta beneficios producen. Admitamos, incluso, que podría haber algún déspota tan políticamente correcto que fuese promotor de la ecología o de las justicieras reivindicaciones de las mujeres, o el principal protector de la salud de la humanidad capaz de borrar de la faz de la tierra el vicio de fumar (hay varios aprendices, que gozan al criminalizarnos a los fumadores).

Pero no; no, gracias. Déspotas no queremos, ni al más benévolo.

Gateau escucha las objeciones y contempla el lago azul. Se acaricia los bigotes y dice: “Tienes razón; olvida mi descabellada idea. Pero ¡apaga ese asqueroso cigarro!”.