¿La novela tiene que ser, siempre, de los padres?
Sobre estas cosas, se supone, no se escribe. Pero…
- “Vayamos por el regalo del día del padre”. Es una mezcla de molestia, de obligación, de culpa, de justificación frente a ellas, A y T, que se muestran más resignadas que entusiasmadas con la propuesta. Por supuesto, en este caso “el regalo del día del padre” no es para mí, sino para mi papá. Deliberación un tanto absurda: “mejor un libro que unas botellas de vino”. Claro, igual el vino es mala idea: lo acabarán disfrutando quienes no debieran, o le puede hacer daño. Sí, un libro, un par de buenos libros, es mejor.
Lo malo del asunto es que entrar a una librería con compañía es terrible. Sientes a los pocos minutos el reproche silencioso: “Bueno, y ahora ¿cuánto se va a demorar viendo títulos, leyendo las contraportadas, ojeando y hojeando?...y claro, acabará comprándose uno o más libros para sí mismo, no para el festejado…”.
Decides que lo prudente es esmerarte en seguir un criterio de eficiencia: rápido y efectivo, optimización de recursos escasos. Se trata de no rebasar la frontera, muy cercana, donde termina la tolerancia y la paciencia de las acompañantes – en especial de A-, de elegir algo que “valga la pena”, que le guste al celebrado, tu papá, y, sobre todo, de no sucumbir a la tentación de tu avidez personal de lector. Elegir es renunciar, nunca más cierto.
Las cosas no pintan mal: Mark Twain y Chesterton, perfecto. Dos, hasta tres libros muy disfrutables y llenos de intencionalidad: “Oye, papá, a tus ochenta y algo años de vida no te cae mal una inmersión en el sentido del humor inteligente, seco, sin tanta estridencia latina, de estos dos, del periodista estadounidense fundador de un género fecundo; del polemista británico genial y afilado, como daga, y de su afición a cifrar y descifrar la vida como una trama detectivesca”. Genial, asunto resuelto con eficiencia.
Pero en el camino, inexorable, se cruzó una tentación demoledora: novela corta de autor desconocido, para mí al menos, chileno, de nombre extraño (Alejandro Zambra), de título seductor: “Formas de volver a casa”, de cautivadora, convincente, descripción en la contraportada: “…habla de la generación de quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet”.
Decido con la otra mitad del cerebro, la lúdica, la que se desentiende de los deberes y de la obsesión de dar explicaciones ante el tribunal de la opinión pública: “Ésta me la llevo yo”.
Asunto concluido exitosamente. Un agente policíaco habría informado a sus jefes de esta manera: “Operativo termina conforme con los objetivos trazados por la superioridad”. Un historiador del siglo XIX habría escrito: “Las armas nacionales se han vuelto a cubrir de gloria”. Yo diría, modestamente, que otra vez me salí con la mía: cumplí con el regalo obligado, de paso me regalé – de mí para mí- una lectura que promete ser apetitosa.
Lo fue. Leí de un tirón “Formas de volver a casa”, publicada apenas en mayo de 2011, ¡el mes pasado! Me gustó tanto la pequeña novela, 164 páginas, que me puse a escribir esto.
Me gustó a pesar del enojo que me dio darme cuenta de que el autor, Alejandro Zambra, tiene sólo siete años más de edad que la mayor de mis hijas…y que yo no he logrado escribir algo parecido. Me gustó porque está muy bien escrita – refleja que la calidad de la educación en Chile está varios años luz delante de la que tenemos disponible en México-, porque tiene estilo propio, porque refleja que los cincuentones, como yo, muchas veces continuamos anclados en el siglo XX y no acabamos de entender las inquietudes, los miedos, las esperanzas, los gozos, las búsquedas de los que tienen 20, tal vez 30, años menos que nosotros (ni hablar de generaciones aún más jóvenes), me gustó, en fin, porque tiene hallazgos memorables, como este párrafo:
- “Vayamos por el regalo del día del padre”. Es una mezcla de molestia, de obligación, de culpa, de justificación frente a ellas, A y T, que se muestran más resignadas que entusiasmadas con la propuesta. Por supuesto, en este caso “el regalo del día del padre” no es para mí, sino para mi papá. Deliberación un tanto absurda: “mejor un libro que unas botellas de vino”. Claro, igual el vino es mala idea: lo acabarán disfrutando quienes no debieran, o le puede hacer daño. Sí, un libro, un par de buenos libros, es mejor.
Lo malo del asunto es que entrar a una librería con compañía es terrible. Sientes a los pocos minutos el reproche silencioso: “Bueno, y ahora ¿cuánto se va a demorar viendo títulos, leyendo las contraportadas, ojeando y hojeando?...y claro, acabará comprándose uno o más libros para sí mismo, no para el festejado…”.
Decides que lo prudente es esmerarte en seguir un criterio de eficiencia: rápido y efectivo, optimización de recursos escasos. Se trata de no rebasar la frontera, muy cercana, donde termina la tolerancia y la paciencia de las acompañantes – en especial de A-, de elegir algo que “valga la pena”, que le guste al celebrado, tu papá, y, sobre todo, de no sucumbir a la tentación de tu avidez personal de lector. Elegir es renunciar, nunca más cierto.
Las cosas no pintan mal: Mark Twain y Chesterton, perfecto. Dos, hasta tres libros muy disfrutables y llenos de intencionalidad: “Oye, papá, a tus ochenta y algo años de vida no te cae mal una inmersión en el sentido del humor inteligente, seco, sin tanta estridencia latina, de estos dos, del periodista estadounidense fundador de un género fecundo; del polemista británico genial y afilado, como daga, y de su afición a cifrar y descifrar la vida como una trama detectivesca”. Genial, asunto resuelto con eficiencia.
Pero en el camino, inexorable, se cruzó una tentación demoledora: novela corta de autor desconocido, para mí al menos, chileno, de nombre extraño (Alejandro Zambra), de título seductor: “Formas de volver a casa”, de cautivadora, convincente, descripción en la contraportada: “…habla de la generación de quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet”.
Decido con la otra mitad del cerebro, la lúdica, la que se desentiende de los deberes y de la obsesión de dar explicaciones ante el tribunal de la opinión pública: “Ésta me la llevo yo”.
Asunto concluido exitosamente. Un agente policíaco habría informado a sus jefes de esta manera: “Operativo termina conforme con los objetivos trazados por la superioridad”. Un historiador del siglo XIX habría escrito: “Las armas nacionales se han vuelto a cubrir de gloria”. Yo diría, modestamente, que otra vez me salí con la mía: cumplí con el regalo obligado, de paso me regalé – de mí para mí- una lectura que promete ser apetitosa.
Lo fue. Leí de un tirón “Formas de volver a casa”, publicada apenas en mayo de 2011, ¡el mes pasado! Me gustó tanto la pequeña novela, 164 páginas, que me puse a escribir esto.
Me gustó a pesar del enojo que me dio darme cuenta de que el autor, Alejandro Zambra, tiene sólo siete años más de edad que la mayor de mis hijas…y que yo no he logrado escribir algo parecido. Me gustó porque está muy bien escrita – refleja que la calidad de la educación en Chile está varios años luz delante de la que tenemos disponible en México-, porque tiene estilo propio, porque refleja que los cincuentones, como yo, muchas veces continuamos anclados en el siglo XX y no acabamos de entender las inquietudes, los miedos, las esperanzas, los gozos, las búsquedas de los que tienen 20, tal vez 30, años menos que nosotros (ni hablar de generaciones aún más jóvenes), me gustó, en fin, porque tiene hallazgos memorables, como este párrafo:
“La novela es la novela de los padres, pensé entonces, pienso ahora. Crecimos creyendo eso, que la novela era de los padres. Maldiciéndolos, y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer”.Interesante reflexión para el día del padre, me parece