miércoles, 18 de abril de 2007

Un héroe desarmado

Liviu Librescu no necesitó un arma para hacer lo que tenía que hacer: enfrentarse a la irracionalidad criminal, defender la vida de los demás y reconciliarnos con lo mejor del ser humano.

Para algunos, el derecho a portar armas es una muestra del respeto a las libertades individuales frente a Estados autoritarios y controladores.

Sin embargo, bien vistas las cosas, ese presunto derecho vulnera la capacidad del propio Estado para cumplir la primera y fundamental obligación que tiene ante los ciudadanos: Preservar la integridad física de cada una de las personas en su territorio.

Ningún gobierno puede ejercer con mínima eficacia la tarea de defender la vida y la libertad de cada individuo si cualquiera – a condición de que no tenga antecedentes criminales manifiestos – puede adquirir un arma y usarla cuando considere, subjetivamente, que está justificado hacerlo.

Ninguna autoridad sobre la faz de la tierra tiene la capacidad para distinguir de una vez y para siempre entre aquellos que tendrán y eventualmente usarán un arma responsablemente – menuda definición, por cierto- y aquellos que usarán un arma en contra de la vida y de la libertad de los demás.

Dadas esas premisas, la restricción a la posesión y al uso de armas de fuego debería ser universal – para todos los ciudadanos- justamente para evitar que cualquier gobierno se adjudique a sí mismo la exorbitante facultad de discriminar – cual si fuese dios omnisciente- entre ciudadanos dignos de confianza y ciudadanos bajo sospecha.

Dicho esto, vale la pena considerar el ejemplo de Liviu Librescu, profesor del Tecnológico de Virginia, quien dio su propia vida para salvar la vida de muchos de sus alumnos amenazados por el desquiciado tirador de sólo 23 años de edad.

Librescu sobrevivió a los campos de concentración nazis, sobrevivió a la dictadura de Ceacescu en Rumania, pero no sobrevivió al ataque de un loco solitario. A sus 76 años interpuso su cuerpo, a la entrada del aula 204 donde dictaba su cátedra de matemáticas, y así permitió que decenas de estudiantes pudiesen saltar por las ventanas y ponerse a salvo.

En inglés se suele decir que tal o cual persona “make the difference”. Librescu lo hizo superlativamente. No necesitó un arma para defender la vida frente a la locura criminal. Necesitó una gran valentía que sólo puede provenir de un gran amor a sus semejantes. Gracias.

Dos referencias en la red, entre decenas, al heroísmo de Librescu, quien murió asesinado, irónicamente, el mismo día que se conmemora el Holocausto:

Nota de EFE

Nota de AP

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martes, 6 de marzo de 2007

¿Qué es lo que nos hace vivir?

En una situación límite, como fue la de los campos de concentración en la Unión Soviética, hubo quienes murieron física y moralmente degradados y hubo quienes no sólo sobrevivieron, sino que descubrieron – en medio del sufrimiento indecible – lo mejor de la vida.

A fines del año pasado encontré en una de esas librerías gigantescas que florecen en Estados Unidos – sin necesidad de inopinadas leyes que impongan precios únicos- un libro extraordinariamente bien escrito por Anne Applebaum acerca de una de las grandes vergüenzas de la humanidad en el siglo XX: El Gulag, el sistema carcelario de la Unión Soviética que, de una u otra forma, torturó a millones de personas y mató a cientos de miles más.

Applebaum investigó exhaustivamente y escribió un extenso libro, más de 580 páginas sin contar los apéndices, en el que cada capítulo examina con detalle un aspecto en particular de los que conformaron esa terrible experiencia: la detención, los carceleros, las mujeres y los niños, el transporte a los campos, la demografía, el trabajo, las metas de producción, el gran terror, la agonía y muerte de prisioneros desechos, las estrategias de supervivencia…

Justo al describir las estrategias de supervivencia, Applebaum se detiene, al final del capítulo, en lo que llama “virtudes ordinarias” que en los campos de reclusión y trabajos forzados fueron virtudes grandiosas y extraordinarias: la amistad, el respeto a los otros, el auto respeto, la plegaria, el arte, la contemplación, la disciplina auto impuesta para no perder la razón y la vida, el servicio a los demás…

La víspera de la Navidad de 1940, el prisionero polaco Kazimierz Zarod asiste con otros a una misa celebrada en secreto: “Sin el beneficio de una Biblia o de un libro de oraciones, el sacerdote empezó a recitar las palabras de la Misa, el latín conocido, hablado en murmullos casi inaudibles a los que contestábamos también suavemente, como en suspiros…’Kyrie eleison, Christe eleison - Señor, ten piedad de nosotros. Cristo ten piedad de nosotros. Gloria in excelsis Deo…’

“Las palabras nos limpiaban y la atmósfera de la barraca, usualmente brutal y tosca, cambiaba imperceptiblemente, los rostros se volvían hacia el sacerdote y se suavizaban y relajaban al escuchar el murmullo apenas discernible.

“‘Todo despejado’, decía la voz de un hombre que vigilaba sentado frente a la ventana”.

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